La guerra en Ucrania, la crisis en la Unión Europea, la llegada de Trump a la Casa Blanca, la victoria de Assad en Siria, el acercamiento con China… Todo permite afirmar que la Rusia de Putin es el actor que empieza en mejor posición el año 2017 y que más tiene que ganar de los próximos doce meses. Una cosa está clara: Rusia ha vuelto al tablero de juego convertida de nuevo en un actor indispensable.
Hace cien años la Historia se sorprendió a sí misma con un acontecimiento que marcaría un antes y un después: se cumple un siglo desde que Lenin y los bolcheviques tomaran el poder en la convulsa Rusia de 1917 para transformarla en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Aquellos días “estremecieron al mundo” y sus ecos todavía condicionan nuestra visión de la política internacional.
Ya entonces Rusia —que había participado como una potencia de pleno derecho en el concierto de las naciones europeas al menos desde Pedro el Grande— fue mirada con miedo y recelo por el resto de Estados europeos. El cisma se completó tras la derrota de Hitler, cuando la alianza ad hoc con la URSS se tornó en un mundo de bloques contrapuestos.
Occidente actuaría desde entonces a pesar de Moscú —de la misma forma que Moscú a pesar del bloque occidental— y Rusia pasó, a los ojos de Occidente, de ser uno más a ser el otro. Tanto es así que hoy todavía hablamos de Rusia como un ente ajeno a Europa.
Enmarcados en esa lógica de bloques, cuando el Muro cayó, se habló de que había llegado “el fin de la Historia”, la victoria de la democracia de libre mercado, ante la que una Rusia derrotada acabaría por ceder.
Hoy, cuando las librerías se llenan de títulos que analizan la importancia del centenario, sabemos que profetizar el fin de la Historia fue demasiado aventurado; no han vuelto los bloques de la Guerra Fría, pero las democracias occidentales nunca habían pasado por un momento tan crítico en las últimas décadas. Y Rusia, que ya no quiere ser el otro ni mucho menos el otro derrotado de los años 90, verá en este 2017 la confirmación de que, comandada por Putin, ha vuelto a ser un actor central en el escenario internacional.
Long Live Putin: política interna
A nivel interno, 2017 supone un reto para el Kremlin: el centenario de la Revolución de Octubre es un acontecimiento ineludible, pero su herencia todavía es un asunto delicado en Rusia. Se trata de celebrar un aniversario cuyas implicaciones históricas son la base para grandes mitos legitimadores del Estado ruso —nunca fueron más poderosos que durante los años de la URSS— mientras se mantiene una actitud crítica con lo soviético característica desde el fin de la Guerra Fría.
El gran éxito de Putin quizá consista precisamente en aunar ambas sensibilidades: sin renegar de su pasado soviético, recupera también el legado de la Rusia zarista en aspectos tan capitales como la influencia de la Iglesia ortodoxa, entendiendo que todo junto forma una identidad rusa genuina. En el centro de ella se encuentra la impresión de que de alguna manera se los ha engañado, el sabor amargo de la decadencia que dejaron los primeros años pos-URSS.
Para ampliar: “La Rusia de Putin o cómo el gran oso volvió a la cima”, podcast de El Orden Mundial, 2016
Es así como, sobre la base del nacionalismo, ha construido Putin una legitimidad para su Gobierno refrendada en las pasadas elecciones de septiembre de 2016. En ellas se probó que la oposición no puede articular una respuesta al poder del Kremlin en gran medida porque está perseguida, pero también porque la popularidad del presidente es abrumadora más allá de las ciudades más cosmopolitas, como Moscú o San Petersburgo, alimentada en parte por los medios de comunicación afines al Kremlin.
En la Rusia de hoy, el contrato social ya no se basa en el desempeño de la economía, sino en la sensación popular de que Rusia está recuperando su posición en el mundo. Incluso cuando la población ha sufrido una grave crisis desde 2015, el apoyo a Putin se ha mantenido por encima del 80%; los rusos han interiorizado la versión oficial de que deben apretarse el cinturón por el bien del país.
Teniendo en cuenta que se espera que en 2017 la economía mejore —alimentada por la subida del precio del petróleo, así como por las exportaciones boyantes que permite la bajada del rublo— y cuando el debate sobre la retirada de las sanciones está más encendido que nunca en el polarizado Occidente, todo parece indicar que Putin pasará este año sin mayores sobresaltos y preparado para volver a concurrir a unas elecciones presidenciales en 2018, que con mayor probabilidad ganará. Podrá así seguir a la cabeza del país seis años más, tiempo de sobra para preparar a un sucesor, puesto que para entonces él habrá superado los 70.
El yugo mongol o por qué la mejor defensa es un buen ataque
En el subconsciente de todo ruso —y, por ende, también de sus políticos— está lo que llaman el yugo mongol, heredado de la dominación tártaro-mongola de lo que hoy sería Rusia entre los siglos XIII y XVI, un enorme país con 20.241 kilómetros de fronteras con hasta 16 países —la mayor parte de ellas sin barreras naturales— que desde aquellos tiempos se ha sentido permanentemente amenazado por el exterior y temeroso de una invasión. Para ilustrar mejor este miedo, basta con recordar los intentos de Napoleón o Hitler.
Así se explica que, después de la caída del bloque soviético, la Rusia venida a menos de finales del siglo XX y principios del XXI haya asistido durante estos años con creciente recelo al progresivo ensanchamiento hacia el este de tanto la UE como la OTAN. Hoy ambas organizaciones internacionales tienen fronteras directas con Rusia y los países que quedan en medio sufren las consecuencias de vivir entre dos gigantes.
Recuperada en gran medida de la crisis de los 90, Rusia ya no tiene intención de permitir lo que ellos consideran una intromisión en su área de influencia, algo que ya tiene consecuencias en Ucrania. El conflicto en el Donbass sigue abierto hoy y ambos bandos se han ocupado de reencenderlo con la llegada de Trump a la Casa Blanca en un intento de poner a prueba la lealtad del nuevo presidente, que tiene una conocida buena relación con Putin.
Mientras la OTAN vive su futuro con incertidumbre también a causa del nuevo liderazgo estadounidense —que ha mostrado su intención de revisar su acuerdo defensivo con sus aliados europeos—, Polonia, quizá uno de los países más rusófobos del continente, ha aplaudido un nuevo despliegue de tropas de la Alianza Atlántica, que es el mayor que se recuerda.
En respuesta, Rusia no solo está movilizando tropas en su propia frontera, sino que las está llevando a su vecina Bielorrusia en unas cantidades que algunos han llegado a calificar de “ocupación”. El dictador bielorruso Lukashenko, consciente de que no puede mirar al oeste para buscar apoyos, siente la presión de un Kremlin que le obliga a colaborar con él en su defensa contra la OTAN, lo que pone en aprietos la estabilidad misma del país.
La escalada militar en Europa del Este será un aspecto muy importante que tener en cuenta este 2017, y si bien sería exagerado aventurar una nueva Ucrania en las repúblicas bálticas —como ellas mismas temen—, la tensión tenderá más a crecer que a disminuir.
Rusia y la UE: aprovechando las debilidades del contrario
La Unión Europea se enfrenta este año a un agitado calendario electoral que verá como países tan importantes como Francia o Alemania cambiarán sus Gobiernos. En todas las citas, los partidos euroescépticos aspiran a conseguir buenos resultados o incluso alcanzar el Gobierno de sus países.
Todos estos partidos —el Frente Nacional de Le Pen, Alternativa por Alemania o el Partido de la Libertad de Geert Wilders, entre otros— son críticos con el proyecto europeo y barajan la posibilidad de sacar a sus países de la Unión siguiendo la estela del brexit. Por otro lado, los une a Putin un nacionalismo y una posición frente al orden internacional que los lleva a ser los más simpatizantes con el líder ruso de todo el espectro político europeo.
Consciente de la posición en la que se encuentran estos partidos euroescépticos, Rusia no ha dudado en financiarlos y apoyarlos, todo orientado a explotar el descontento que sus mismos ciudadanos tienen con la UE y que podría llevar a gobernar a partidos que se proponen incluso desmantelar la Unión.
Además, sobrevuela Occidente la sospecha de la injerencia de los servicios secretos rusos en los distintos procesos electorales, tal y como se afirmó al respecto de las presidenciales en EE. UU. En esa línea debe entenderse el anuncio del Gobierno holandés de su intención de contar a mano los votos en las próximas elecciones generales del 15 de marzo para proteger los resultados de un ciberataque.
Pero, incluso si fuera así, no puede simplificarse tanto el análisis como para defender que el origen de la crisis europea está en Moscú y no en la misma Unión Europea. Más bien hay que ver al Kremlin como un maestro en aprovechar la debilidad del adversario, como prueba su acercamiento a la Grecia más crítica con Bruselas durante el duro verano de 2015, cuando estaba sobre la mesa la posibilidad de que el país heleno saliera del euro. Su sintonía con otros países de orientación euroescéptica, como Hungría, es conocida. También la que está reforzando con otros países que durante muchos años han sido serios candidatos a entrar en la Unión, como Turquía o Serbia.
Así, mientras atrae a sí nuevos aliados que puedan plantear la posibilidad de acabar con las sanciones que pesan sobre ella, Rusia aprovechará —y aprovecha— cualquier oportunidad que el 2017 le brinde en la Unión Europea para ayudar a los partidos críticos con Bruselas a alcanzar sus objetivos. Los miembros de la Unión ya se han dado cuenta, además, de que para contrarrestar al Kremlin quizá no puedan contar con su histórico aliado norteamericano. 2017 será, sin duda, un año decisivo en el continente.
Rusia, el nuevo gran actor en Oriente Próximo
La caída de la resistencia en Alepo supuso la constatación de una nueva realidad en Siria y, por extensión, en Oriente Próximo. El conflicto que ha sangrado al país desde 2011 ya se ha inclinado irremediablemente del lado de Asad, que mantendrá el poder cuando el conflicto acabe. Sin embargo, esta guerra hace años que ya no es solo una guerra civil, y sobre el resultado había apuestas muy fuertes de parte de actores tan importantes como Irán, Arabia Saudí, Catar o Turquía.
Sin embargo, si hay un gran titular que dar, es el siguiente: mientras EE. UU. deja de lado —al menos fue la línea marcada por la anterior Administración de Barack Obama— la región para centrarse en otros intereses, el nuevo gran actor es Rusia, sin la cual Asad no habría podido ganar la guerra de esta manera.
Rusia, que no había sido relevante en Oriente Próximo al menos desde la caída de la URSS, pasa ahora a ser el padrino del bando vencedor, respaldado por los también benefactores Irán y Turquía. Cabe añadir que cuenta con un puerto militar en Tartús y una base aérea permanente en Latakia, ambos territorios sirios. En el bando perjudicado queda Arabia Saudí, gran opuesta de Irán y sus aliados.
El nivel de influencia en la nueva Siria llega hasta el extremo de que son rusos quienes redactan la propuesta de la nueva Constitución, que promete ser más inclusiva con los kurdos culturalmente, pero no en autonomía política. El futuro de estos históricos aliados de Rusia pero enemigos acérrimos de Erdoğan y solo aliados puntuales de Asad se promete difícil en el medio plazo, pues el Kremlin podría fácilmente prescindir de un peón como ese.
La intención de Putin de marcar la agenda regional ha quedado demostrada también por un nuevo impulso dado a las negociaciones arabo-israelíes, que el Kremlin podrá asumir sin las limitaciones que tendría una Administración estadounidense.
El futuro pasa por un mundo multipolar
Rusia también mira hacia el este. La cooperación —y no solo económica— con China es creciente y ambos poderes comparten una visión parecida de hacia dónde tiene que ir Asia, tanto que se plantean unir sus dos proyectos de expansión económica estrellas —la Unión Económica Euroasiática y la Nueva Ruta de la Seda— en el marco de una revitalizada Organización de Cooperación de Shanghái. De materializarse, supondría una unión comercial desde Bielorrusia a Manchuria y desde Siberia al Índico.
La creciente importancia económica de China ha alimentado la teoría, cada vez más extendida, de que caminamos hacia un mundo multipolar. Es indudable que EE. UU. seguirá siendo durante mucho tiempo la mayor potencia militar, pero abandonamos ya los años en que, después de la caída del Muro, la única gran potencia del mundo se administraba desde Washington. En este nuevo orden, el tercer actor será Rusia, renacida de su decadencia postsoviética y dispuesta y con recursos para influir en grandes áreas del mundo.
Este 2017 será el año en que veremos a una convulsa Unión Europea enfrentarse a sí misma, también el probable fin de la guerra de Siria y una creciente cooperación euro-asiática, todo ello sazonado con los inciertos movimientos del recién llegado Trump. En todos los escenarios, Rusia parte con una posición favorable. Por eso puede afirmarse que, pase lo que pase este año, Rusia no puede ya ignorarse o aislarse, sino que es de nuevo un actor imprescindible en el tablero de juego.