Rusia y la memoria de Rusia

Por Marikaheiki

Escribir sobre viajes que ocurrieron hace tantos años se me antoja como una reunión con amigos que hace mucho tiempo que no ves. Desempolvo las fotografías de Rusia, buscando en ellos algunas pistas de quiénes éramos entonces y qué habíamos ido a hacer allí. Recuerdo la lluvia y el frío que no cesaban, y sobre todo el sol que apenas se ponía volvía a aparecer tras la línea desdibujada de un horizonte tan extenso como todo el país. Rusia: grande en el mapa y grande en sus contornos, las ciudades están construidas para los dioses y no para nos hombres. Caminábamos durante horas sin parar y de repente nos dábamos cuenta de que no habíamos cruzado ni una sola calle transversal en todo ese tiempo. Todos los edificios bajos, achaparrados, imperiales, enormes como la plaza Roja. Pero entonces no llegamos hasta Moscú, sino solamente a San Petersburgo, en el frío inicio del tercero de nuestros grandes viajes por Europa.

Hace unos días M me decía que estaba feliz, porque al reencontrarse con sus amigos se había dado cuenta de que todos están en el lugar donde habían deseado, ascendiendo posiciones en lo suyo y conquistando retos. Cuando me doy la vuelta y pienso en qué me ha convertido a mí en viajera, recuerdo aquellos Interrailes por Europa, y el ansia (aunque era más que ansia, y necesidad, y deseo, era aún más, podríamos haber recorrido el mundo a pie si nos hubieran dejado) de conocer toda la geografía, porque unas a otras siempre nos hemos inculcado esa pasión por los trenes y los paisajes que pasan rápido y vivir perdidas sin mapas, paseando ciudades que no habíamos imaginado que existían aún. Ese tercer Interrail fue también una especie de círculo iniciático: decidí que también debía probar a viajar sola alguna vez, lo que me llevó a Marruecos doce meses más tarde.

Pero, ¿y Rusia? ¿Qué queda ahora de Rusia adentro mío? No traje a Barcelona mis cuadernos, y me alegro, porque habría podido hablar de cosas muy concretas, y al contrario, lo que me apetece es que San Petersburgo pueda reconstruirse con aquello que se me quedó grabado. Lo primero, esa enormidad enorme que te hace sentir como un átomo que revolotea por allí, entre las mujeres que venden margaritas y los mercados callejero, las grandes iglesias que están forjadas en caramelo y también los coches, los coches, los coches. De la misma manera que al recorrer los Balcanes hemos sido muy conscientes de los modelos urbanísticos de la era soviética, en Rusia por fin aprendimos cómo el cemento no solo construye edificios, sino también el ideario de los pueblos. Si las ciudades son algo más que espacios vacío, si las ciudades y lo entornos en general conforman las culturas que las habitan, es muy fácil comprender los últimos cien años de la historia de Rusia cuando se camina por sus calles. Los enormes espacios fueron construidos para honrar al líder, para que las masas atentas honraran al líder, igual que se construyeron las grandes catedrales en su momento para honrar a Dios en comunidad. Son esos espacios de contacto, las grandes plazas y avenidas, en contraposición con los palacios y las sedes de gobierno gigantescas, las que hablan del poder y del pueblo gobernado. Placer.

Las calles de San Petersburgo hablan y oh, yo quería morirme después de una adolescencia leyendo a Dostoyevski y a Tolstoi y a Gogol, poniéndole rostro a los espacios de sus relatos, imaginando el frío, los ojos inyectados en sangre, la psicología que solo la nieve puede crear, tan lejana y calculada como un crimen. Esa es la segunda cosa que recuerdo: que los paisajes, la estepa y el desierto que recorrimos en tren, se asemejaban mucho a los que había imaginado leyendo a los grandes escritores. Especialmente recordaba el invierno frío en Madrid leyendo acerca del invierno más frío todavía en los interminables bosques de Rusia. Los caminos helados se convertían en el escenario donde Verjovenski, Schàtov, Kirillov y Stavroguin, los personajes de Los demonios, construían el futuro de esa Rusia que imaginamos plagada de grupúsculos y sociedades en las que se discutía el futuro de un país tan vasto que de un lado a otro sus habitantes ni siquiera pueden entenderse al hablar, ni se reconocen en sus rasgos comunes. Esa era la Rusia literaria que esperaba encontrar cuando llegara, pero no pasó. Lo que encontré, sin embargo, fue la luz.

Me enamoré de la luz.

Paseamos por los puentes que cruzan el río Neva y me quedé prendida de la luz.

Espié por las ventanas y perseguí a los hombres con traje, y siempre la luz. Tomé la que siempre será mi fotografía favorita, y es por sus contrastes, porque me recuerda a las tomas de Henri Cartier-Bresson y por entonces estaba enamorada del París en blanco y negro.

Ahora vuelvo a Rusia, después de pasar años sin recordarla, ni desearla siquiera. Me doy cuenta de lo intocada que puede permanecer la memoria durante todo este tiempo, y veo las fotografías, nuestras caras felices y de niñitas que se fueron a ver mundo porque no soñaban ninguna otra cosa, y me entran las ganas de reír a carcajadas y de sentarme con ellas a ver las fotos y ver cómo hemos cambiado. Porque nos hicimos mayores mientras Rusia y todas las ciudades del mundo permanecen estáticas (y sí, Maga, también extáticas) esperando que las descubramos.