Desde Bilbao recorro valles y verdes colinas feraces en un bucólico paraje, pródigo en bosques y casitas aisladas que parecen divorciadas del mundo y que parecen investidas de un cierto halo feérico. A través de túneles horadados en la montaña y con rumbo a San Sebastián, hago un inciso más que merecido en la encantadora villa pesquera de Hondarribia.
A los pies del monte Jaizkibel, esta localidad, limítrofe con Hendaya e Irún, se muestra colorista y medieval, con sus angostas calles empedradas y sus joviales balcones de madera que festejan a vivo grito la alegría del cromatismo con descarada ufanía.
Mi incursión intramuros, a través de la bonita y blasonada Puerta de Santa María, me hace apretar el paso cuando avanzo por el suelo anfractuoso y empinado. Hondarribia, azotada por las huestes francesas en 1638, es hoy una acuarela de alucinantes balcones y fachadas que parecen engolarse en este carnaval de colores. Es menester recorrer las preciosas calles aledañas de romanticismo perenne.
Es encantador y prodigioso el perfecto estado de conservación del escenario decorativo de Hondarribia. Luce esplendorosa, como una obra de arte impresionista, en la Plaza de Guipúzcoa y en el barrio de la marina, conservado al uso tradicional, tal y como lo pintaran en su día los pescadores con la misma pintura que utilizaban para sus barcos.
Son preciosas las vistas marítimas que escinden Hendaya y Hondarribia. Por el módico precio, y singular también de 1,88, es posible tomar una embarcación para “cruzar al otro lado”