Se estima que una de cada treinta personas es migrante. Naciones Unidas calcula que unos 281 millones de personas residen fuera de su país de origen, es decir, han tenido que abandonar sus hogares debido a situaciones de toda índole, principalmente por la vulneración de sus derechos civiles y políticos, o bien de los más elementales derechos humanos, como el acceso a la salud, la vivienda o la educación. Europa, Asia y Norteamérica acogen al 75 por ciento de todos ellos.
Desde nuestra óptica es difícil hasta imaginarlo, pero son muchos los factores que pueden empujar a una persona a abandonar su entorno, incluso a muy temprana edad, para enfrentarse al vacío que supone emprender una nueva vida en una tierra totalmente desconocida, en otra ciudad, sin amigos ni familia. Solos. La persecución étnica, religiosa y política son la realidad que respira más de la mitad de la población mundial, de manera que algunos alcanzan su destino huyendo de los múltiples conflictos armados a los que ya nos hemos casi inmunizado por estos lares, pero otros lo hacen escapando de los peligros de su propio hogar, de la violencia de género, de amenazas de muerte, o simplemente algo tan legítimo como dejar atrás la pobreza.
Cuando hablamos de rutas migratorias pensemos en sistemas de salud que desamparan a embarazadas, menores o personas de edad avanzada, cuando no un entorno social en el que la escolarización dista de ser un derecho, allí donde las niñas son obligadas a casarse, mutiladas o violadas, en lugares donde te pegan dos tiros en plena calle porque la vida vale menos que una bolsa de comida... Reflexionemos sobre la espiral de degradación y exclusión social que debe respirar un ser humano cuya única salida es enfrentarse a los peligros de viajar en condiciones muchas veces deplorables, casi con lo puesto, para terminar viviendo vete a saber dónde, en la calle, quizás. Se estima que 60.000 migrantes pierden la vida cada año en el intento.
Una vez fuera de su país, estas personas se encuentran en la peor situación de vulnerabilidad posible, desarraigadas y en condiciones que no siempre son las más dignas, ejerciendo puestos de trabajo poco remunerados y que no se ajustan a su formación profesional, normalmente aquellos que los nacionales rechazamos por poco remunerados. Aun así, se estima que logran enviar a países en desarrollo unos 450.000 millones de euros con los que sostienen a sus familias, apenas unos cientos de euros por cabeza, que allí suponen pequeñas fortunas que les permiten comprar medicinas o alimentos. Y, con todo, el 85 por ciento de lo que ganan se queda en el país de acogida, en efecto, generando economía local. Supongo que más pronto que tarde nuestras sociedades tendrán que empezar a ver a estas personas como lo que son: Trabajadores, estudiantes, emprendedores, artistas, miembros de familias ya arraigadas en su destino... Seres humanos que pretenden ejercer su profesión y aportar su conocimiento y capacidades, un capital humano muy poderoso para las sociedades que los acogen.
Denegar a estas personas el ejercicio de sus derechos es un acto de lo más común, y suele venir estrechamente vinculado a prejuicios que están mucho más arraigados de lo que creemos. Nuestras acciones colectivas de hoy nos harán una sociedad mucho mejor y más humana: Hay una necesidad urgente de adoptar soluciones centradas en terminar con las mafias y la corrupción que alejan a esas personas de sus comunidades de origen, pero también sería interesante dejar de hablar tan alegremente de rutas migratorias desde la comodidad del escaño, o de sembrar injustificadas alarmas sobre la delincuencia y el terrorismo solo por conseguir notoriedad y titulares. Nos ayudaría empezar a pensar cómo sacar partido del gran potencial de la migración en una sociedad envejecida y cada vez más deficientemente preparada como la nuestra, que ha renunciado al valor del trabajo y el esfuerzo, completamente ajena a lo mucho que vale un plato de comida diario, una ducha o una cama en la que descansar.