Durante tres siglos África fue saqueada de sus gentes, arruinada y casi destruida, el comercio de esclavos supuso la etapa más cruel y abyecta de la conquista llevada a cabo por el invasor blanco, con consecuencias deplorables en el terreno psicológico, implantó el complejo de inferioridad, fomentó la ideología del racismo y estableció el totalitarismo; y en el terreno político-social envenenó las relaciones entre sus habitantes. El colonialismo sólo buscaba el beneficio rápido, la conquista fácil, el expolio de todo cuanto encuentra en su camino (tierras, animales y hombres) al coste más bajo posible. Se trata a los oriundos africanos como objetos, como instrumentos o en el mejor de los casos con un paternalismo degradante. Desdeñando la diversidad cultural y étnica, unos diez mil reinos, federaciones y comunidades tribales son comprimidos en los límites de apenas cuarenta colonias, a veces sometidos a un mismo poder extranjero y a una misma ley. Cuando obligada por la naturaleza de la historia se presenta la fiebre descolonizadora, sobre el tablero de juego se ponen todos los prejuicios e intereses, en ningún caso el proceso descolonizador debe producirse sin que la circulación de riquezas y mercancías de las colonias o ya excolonias a la respectiva metrópoli se resienta excesivamente. El resultado de la liberación no fue el bienestar y el desarrollo social, para su desgracia la realidad quedó muy lejos de las nobles aspiraciones; los pueblos africanos se habían liberado del colonialismo, del amo, del señor, pero no del analfabetismo, el latrocinio económico, el fraude electoral, el gansterismo político, las luchas por el poder, los golpes de estado, las dictaduras monstruosas, los odios multiétnicos, las migraciones forzosas, las revueltas, las masacres, las hambrunas, las enfermedades y las guerras. Guerras crónicas que se desarrollan en silencio, escondidas, sin testigos, sin que importen al resto del mundo; campos de batalla donde la civilización moderna no ha llevado la electricidad, el teléfono o la televisión pero sí las metralletas; armas que no sólo sirven para combatir, también son un medio de supervivencia, cada vez las hacen y venden más ligeras, manejables y cortas, juguetes sangrientos en manos de niños soldados, generaciones amamantadas en la violencia.
Estampa del hambre en la inmensidad del yermo africano vasto y hostil: calor, sequía, pozos vacios, cosechas baldías, primero mueren las cabras y ovejas, luego los niños, después las mujeres, por último muere el hombre y el camello. En las aldeas la diferencia entre pobres y ricos no la establece la variedad de alimentos sino la cantidad de arroz, el pobre come un puñado exiguo y el rico un cuenco lleno a rebosar, la sequía prolongada iguala a los dos y les condena por igual a poder morirse de hambre. Se muere de hambre no por falta de alimentos, sino por culpa de una organización social inhumana, de un juego político y económico desalmado producto de un mundo egoísta, ruin y paranoico. La muerte por hambre es un acto de injusta sumisión.
Frente a la flora y la fauna exuberantes, manadas de cebras, antílopes, búfalos, jirafas, leones, leopardos, elefantes, etc. que se pasan la vida corriendo y galopando protegidos en sus ecosistemas, el habitante humano indefenso y pobre; seres que vegetan al margen de la humanidad, nacen y mueren sin que nadie lo note, seres desconocidos y anónimos.
“Qué hacer con la presencia en la Tierra de millones y millones de personas. Con su energía sin emplear. Con el potencial que llevan dentro y que nadie parece necesitar. ¿Qué lugar ocupa esa gente en la familia humana? ¿El de miembros de pleno derecho? ¿El de prójimos maltratados? ¿El de intrusos molestos?”.
Viajes y crónicas por una historia maldita.