Sacrificio

Por Danielruizgarc

Desde pequeño, siempre he sentido cierta extraña fascinación por las imágenes televisadas de la Bolsa. Cuando en el telediario aparecían totales de Wall Street, con aquellos hackers acelerados levantando las manos, corriendo de un lado a otro, con teléfonos entre los dedos, siempre pendientes de tablas con índices y signos arcanos, siempre con expresiones de euforia o bien de abatimiento, no era capaz de entender lo que ocurría allí dentro, pero todo se me antojaba deslumbrante, inmarcesible, con un punto sagrado. Todo aquel personal encorbatado, todos aquellos jóvenes sudorosos que se restregaban los cuerpos delante de grandes paneles crepitantes, me parecían miembros de una comunidad exclusiva, practicantes de un ritual místico mucho más acelerado y dinámico que el de las misas televisadas de los domingos por la mañana, que aún hoy sigo recordando como la expresión más sublime del aburrimiento. Nunca comprendí nada, salvo que era allí, en esos espacios, donde se decidía todo, donde se establecían los criterios y se sentaban las bases de que las cosas fueran bien o mal para los que estábamos aquí, al otro lado de la tele.
Con los años, aquella fascinación incomprensible fue reforzándose por la magia del lenguaje. Descubrí que no existía sólo aquella capilla, cada país tenía la suya, y los japoneses tenían su propia Bolsa con el índice Nikkei, que mantenía los mismos ritos que Wall Street pero con gente de ojos achinados, y en España también teníamos una propia. Creo que fue a través de la información bursátil como comprendí que es posible la existencia de palabras construidas como por niños pequeños: Nasdaq, Nikkei, Ibex 35. Pero lo más rutilante no eran esas palabras imposibles sino las expresiones asociadas al ejercicio bursátil. Rating, pasivo circulante, obligación convertible, capitalización, diferencial, empréstito, riesgo de solvencia, todas aquellas expresiones parecían aludir a cuestiones verdaderamente importantes. Sin embargo crecí sin comprender nada, manteniendo intacta mi fascinación por aquellas ceremonias que cada vez fueron cobrando mayor presencia en mi vida adulta.
Con el tiempo y no sin esfuerzo he ido manejándome con los principales conceptos básicos, pero aun así confieso que, hasta hace un año, pasaba las páginas de la Bolsa del periódico tan de corrido como las de los Deportes. Mi discretísimo conocimiento sobre la cuestión bursátil se ha ido atiborrando de nuevos conceptos en los últimos tiempos, que no han hecho sino enmarañar aún más mi entendimiento. Ahora entiendo menos que nunca, pero mi triste consuelo es que nadie con quien me cruzo parece entender mucho más que yo. Que todos vivamos en vilo y al quite de una cosa llamada prima de riesgo, de que pase o no de 500, que se levante por encima de los 600, que caiga a índices de 2009, en fin, que ocupe nuestra vida como una especie de familiar que lucha contra una enfermedad complicada en la cama de un hospital, me parece algo verdaderamente fascinante. Al igual que eso de que vayamos a crear un banco "malo" (¿realmente hay alguno bueno?), o como eso otro de que haya personas que han depositado los ahorros de su vida en opacos productos financieros sin garantías de devolución, o como todo eso del rescate, de que en cualquier momentos nos vaya a rescatar alguien, nadie sabe bien quién, ni a costa de qué, ni cómo, ni por cuánto tiempo. Sólo me queda claro, como ciudadano, que debe haber sacrificios, y que yo formo parte de ese sacrificio, soy un mártir que debo pagar las cuentas de gente que hizo las cosas mal. Me toca expiar los pecados, entendiendo que yo también he sido un pecador por permitirme vivir en España, se supone que con un tren de vida que no estaba a mi alcance.
A fin de cuentas llevamos el cristianismo en la sangre, y los españoles siempre hemos tenido facilidad para la flagelación y para agachar la cabeza. Ya sabemos que el sacrificio es algo muy unido a la religión, y la religión que ahora se impone es la de los rituales bursátiles. Estos rituales se han apoderado de los telediarios, y raro es el día que el informativo, ya sea radiofónico o televisivo, no se abre con imágenes de la bolsa. Como cualquier otra religión, la de los mercados es virulenta y agresiva, siempre quiere más, y de esta forma se cuela en las mentes y los discursos de todos los políticos, en las barras de los bares, en las piscinas y en las reuniones domingueras. Domina nuestro día a día, nos azuza en las duermevelas, rige nuestro desempeño laboral a través de sus dos mecanismos infalibles: la incomprensión y el miedo.
Siguen maravillándome todas esas imágenes bursátiles, que ahora se han vuelto totalmente cotidianas, y que devoran y se apropian de nuevos iconos: Ángela Merkel, Christine Lagard, todos los mandatarios europeos, las agencias de calificación, forman parte de la emérita cofradía de la Iglesiade los Mercados, con la que todos comulgamos sin entender bien por qué, con una falta absoluta de fe pero temerosos de ser los próximos en ser sacrificados.
Porque King Kong, la bestia, está ahí dentro, en el bosque pantanoso de los mercados, insaciable, irascible, pidiendo más alimento. Nosotros, al otro lado del muro, perpetramos bailes tribales. Observamos las ceremonias, los movimientos inescrutables del monstruo, usurpando la voz de los políticos, filtrándose en los discursos de los analistas financieros, sin entender nada, sólo paralizados por el miedo: quizá seamos los próximos, es posible que mañana nos toque a nosotros.