Las 8:00 horas.
La sala de urgencias acoge formas humanas. Como en un tablero de ajedrez, se mueve un pequeño mundo de puertas y de gentes por las que gotean dosis de dolor.
La ventanilla de registro parece bloqueada. Un administrativo lucha por hacerse entender, no sabe senegalés y el enfermo sólo palabras pronunciadas al azar: “papeles”, “duele”, mientras deja en el mostrador una carpeta y señala con la mano una parte de su abdomen. Un hombre se levanta del asiento y se desploma contra las baldosas haciendo crujir el aire, de la boca sale espuma y los brazos y las piernas se mueven como una marioneta desacompasada. Todo es silencio y blanco. Por megafonía anuncian un nombre y un número de puerta. Un chico joven, extremadamente delgado y roto, se levanta y acude a la llamada. Una pareja de ancianos se mira con resignación, después de cuatro horas de espera creen que serán los próximos, ella le pone la mano en la frente y pregunta si quiere un poco de agua, él no responde, sólo gira la cabeza y besa su mano.
Se oye una sirena cercana. La boca enorme del portón se abre y entran cuatro hombres, tres empujan una camilla, otro comunica el parte: “Varón, diecinueve años, corte profundo en la garganta, semiinconsciente, abundante pérdida de sangre, sistólica seis y medio, diastólica cuatro, frecuencia sesenta y dos...”. Un niño se libera del abrazo de su madre, lloriqueando se levanta, tiene un camión en la mano, empieza a rodarlo hasta conseguir que viaje a los pies de una mujer de piel muy blanca, casi transparente, sin pestañas ni cejas, un gorro de lana le cubre su falta de pelo, tose mucho y de vez en cuando sale un hilo de sangre por la sonda que le cuelga en la nariz, la bomba de medicación le pita a cada rato, pero nadie acude, ella la hace callar, conoce el mecanismo. La mujer coge el camión y lo esconde en su mano, el niño la mira y ella se lo devuelve como si le saliera de la oreja.
La sala está llena de murmullos, llantos, suspiros, carreras, alarmas intermitentes, pitidos fulminantes, olor a café, a lejía, teléfonos sonando, papeleras que contienen gasas con sangre entre latas de refresco y bolsas de patatas fritas. La sala nunca se vacía.
Las 22:00 horas. Cambio de guardia.
El tablero de ajedrez se ha ido modificando en las horas de espera. La sala de urgencias sigue respirando entre la agonía y la esperanza. La vida se escapa y se devuelve. Se instila gota a gota entre bolsas de salino y glucosado, se calma con cóctel de paracetamol y morfina.
En esta sala la noche comienza, como siempre, demasiado larga. María Jesús Silva Fotografía: Susana Lacasta