No me digan que no es como para liarse a palos con el hada madrina y sus poderes de pacotilla. ¿Tanta varita y tanto bibidi bobidi bú para un bailecito de nada? No es por nada pero lo de Bárcenas con sus sobres sí que es magia y no este encantamiento de un par de horillas de nada.
No hay nada más cruel que la vuelta a la cruda realidad. Así, de sopetón, sin el aterrizaje gradual que nos prometían para la burbuja inmobiliaria. Lo mágico no es convertirse en princesa. Una se acostumbra en seguida a los Louboutin de cristal, los trajes de alta costura y las prebendas de los privilegiados. Tras una ligera inseguridad inicial una se hace dueña de su buena estrella y, en menos que la orquesta tarda en dar los primeros compases del siguiente vals, una es ya una profesional del buen vivir.
El primer día bajas al buffet de desayuno tímida y miras de refilón al señor de los huevos sin atreverte a pedirle un buen par de huevos fritos con beicon. Al día siguiente, reúnes el valor suficiente para acercarte al susodicho y pedirle con un hilillo de voz unos huevos revueltos con jamón y un crêpe con canela para la niña. Antes de que te des cuenta te pillas pidiéndole con más cara que vergüenza que te caramelice la cebolla y te churrusque bien el beicon.
Con las camas sufres una evolución similar. Al principio te da como cosa abandonar un dormitorio sin hacer las camas y abullonar las almohadas previamente. Pero en menos de un suspiro te largas de la habitación sin mirar atrás. Dejas tras de ti un caos de sábanas, edredones y almohadas por el suelo con la seguridad de que al volver la habitación estará impoluta, las sábanas frescas y planchadas, tu pijama dobladito sobre tu almohada y las toallas como recién salidas de un anuncio de suavizante.
Acostumbrarse a los lujos, asiáticos o no, está chupado. Lo difícil, el verdadero reto para cualquier mago que se precie, es devolverte a las pantuflas y la escoba sin sumirte en la más profunda de las depresiones post vacacionales.
Una abandona el hotel secándose las lágrimas con la puntita del kleenex pero con el pelo hueco y la firme promesa de no perder la solera adquirida. La dignidad está en el alma, te engañas. Todas somos princesas, te dices mientras lo falaz de tu afirmación te agria la saliva. No perderé la sonrisa y el buen humor, te prometes mientras tu estómago acongojado te comunica que es la hora del bizcochito de media tarde. Ese que te has acostumbrado a tomar recién llegada de las pistas. Esa tartita con su nata montada que tan bien sienta después de pasar el día al aire libre sin más preocupación que marcar bien tus curvas en las laderas.
Pero no. Se acabó lo que se daba. No hay bizcocho, ni tarta, ni nata montada, ni señor de los huevos. No hay comida a la carta, ni barra libre de helado, ni una selección de quesos de la zona. No hay camas que se hacen solas ni toallas que se cambian por arte magia. No hay más escoba que la tuya. Y no te queda más que acallar las exigencias de tus tripas con un caramelito publicitario. El último resquicio del todo incluido. La última prueba de que estuviste allí con tu traje de princesa, tus zapatos de cristal y una gran calabaza bajo la manga.
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