Continuación.
En el Paraninfo de la Universidad de Salamanca...En ese momento del discurso, Millán Astray no pudo aguantar más y alzó la voz desde el estrado diciendo: “¡Muera la inteligencia!”, expresión que fue aplaudida por los falangistas allí presentes. No sé de dónde saqué la entereza y la lucidez suficientes para continuar diciendo: “Este es el templo de la inteligencia. Y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.” (7) Aquello fue lo último que pronuncié en territorio universitario, mi despedida del mundo académico, mi última lección en aquel templo del saber, ocupado ahora por gentes muy alejadas de inquietudes intelectuales, por un atajo de usurpadores que habían sustituido al amor hacia la cultura por el culto a la violencia y a la intransigencia. Después de pronunciar estas palabras se hizo un breve pero denso silencio que podría perfectamente cortarse con un cuchillo, no más de un par de segundos que a mí se me antojaron muy largos. Luego todo pasó muy rápido. El acto se dio por concluido. Millán Astray, enojado pero controlando la situación en todo momento, se levantó del estrado y me espetó: cójase del brazo de la señora o no respondo de lo que pueda pasar. Y salí de allí entre gritos, insultos y saludos falangistas, que de no ser por ir en compañía de la mujer de Franco posiblemente allí mismo habrían acabado mis días. Camino del coche del brazo de Carmen Polo, rodeado de una multitud encabritada que me insultaba, me sentí un poco como don Quijote, derrotado y vilipendiado. El héroe vencido es siempre objeto de burlas, escarnios y humillaciones. El héroe es un solitario, un incomprendido. Tan sólo eso: un pobre loco. Así me sentía yo. Luego vino el arresto domiciliario. La destitución como rector de la Universidad. Y dos meses largos después, cuando expiraba el último día del año 36, triste, vencido y roto como lo estaba España en aquellos momentos, despreciado por unos y odiado por otros, yo también decía adiós a este mundo. Morí de “mal de España”, que diría Ortega y Gasset. Aunque los médicos certificaron mi fallecimiento por causa de una “congestión cerebral”, yo ya estaba muerto desde hacía un par de meses, enmudecido y roto por la barbarie desatada. Mi aspecto ceniciento y gris ya dejaba entrever el cadáver viviente en que me había convertido desde los sucesos del Paraninfo de la Universidad. (8) “Los pobres soñadores que se creen despiertos y, sobre todo, los pobres energúmenos o poseídos del dogma de su ensueño no llegan a comprender esta conciencia de la Historia.” (9) _____________________ (5) Frases textuales entresacadas de Del sentimiento trágico de la vida. Alianza Editorial. Madrid, 1997. (6) Op.Cit. (7) Thomas, H.: La Guerra Civil Española, Grijalbo, Barcelona 1976. (8) Luciano G. Egido, Agonizar en Salamanca. Tusquets editores. Barcelona, 2006. (9) Ayer, hoy y mañana. Op. Cit. en la anterior entrada. Fragmentos de un capítulo de "En la frontera"