Desde las antípodas geográficas del planeta nos llegó este concepto allá por el siglo XIX. Y, desde entonces, dos grandes bandos separan a los hombres de los dos hemisferios. Por un lado, los sindicatos, que hacen de la elevación sistemática del salario mínimo una de sus demandas históricas. Por otro lado, los economistas más liberales, que interpretan que es el mercado el que debe fijar este umbral.
Antes de opinar y decantarnos entre malos y buenos hagamos una reflexión previa. Para ello les pido se olviden por un momento de lo ideal, lo quimérico, lo utópico, y centremos nuestro debate sobre lo real, sobre el arte de lo posible. Lo estrictamente viable.
Quiero con ello decir que todos estaremos de acuerdo en desear que los salarios de los trabajadores sean lo más altos posibles. Punto ganador pues para los sindicatos. En mi caso, me gustaría incluso que la preceptiva paga extra consistiera en la entrega a cada trabajador de un yate de no menos de 3 metros de eslora. Y, además, sin derecho a ser rechazado ni canjeado por regalo equivalente.
Lo malo es que lo ideal suele ser enemigo de lo posible; además, las opiniones acerca de los salarios se formulan con tal apasionamiento que, en la mayoría de las discusiones, se olvidan los más elementales principios.
Actualmente el salario mínimo interprofesional en España asciende a 633,3 euros al mes (738,5 euros mensuales con dos pagas extras prorrateadas). Para fijarlo, el Gobierno, previa consulta con asociaciones de sindicatos y empresarios, considera distintas variables de mercado, entre ellas el IPC y la productividad media nacional.
Pues bien. Pensemos qué ocurriría si, por ejemplo, el BOE estableciera la prohibición de pagar a los trabajadores de una industria X un salario mensual inferior a 1.500 euros. Este triunfo sindical traería varias consecuencias, no todas tan alegres como parece a simple vista, y que trataré de explicar.
Primero. Ningún trabajador de este sector cuyo trabajo no se valore, al menos, en esa cifra, volverá a encontrar empleo. No existe empresario en su sano juicio que contrate a un trabajador que le haga incurrir en pérdidas de manera recurrente. Antes se cierra el quiosco, se invierte en Letras del Tesoro y a otra cosa. En definitiva, habremos privado a un trabajador del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permiten. En dos palabras, se sustituye salario bajo por desempleo.
Segundo. Cierto es que las empresas podrían elevar el precio de sus artículos para compensar el sobre coste ‘legal’ y, de esta forma, serían los consumidores quienes soportaran el incremento. En este caso, la reacción lógica de los consumidores sería buscar productos alternativos o comprar menos cantidad de aquéllos. ¿La consecuencia? Menor producción para las empresas afectadas y el consiguiente paro. El mismo final con distinto argumento.
Seguro que los lectores más bondadosos me replicarán que si nuestra industria X sólo puede sobrevivir a base de ‘explotar’ vilmente a sus trabajadores pagando salarios ínfimos e inmorales, justo es que desaparezca por completo. Sin ánimo de parecer un desalmado, me parece también justo comentar algunas de las consecuencias que el cierre de nuestra industria X traería consigo.
Por un lado, los consumidores serían privados definitivamente del consumo de estos artículos. Por otro lado, los trabajadores de esa industria quedan condenados al paro en su totalidad y se verán obligados a aceptar empleos alternativos, quizá de peores condiciones a los que por fuerza ‘legal’ abandonan. Además, y por último, esta demanda en masa de nuevos trabajos hará descender todavía más los salarios de los empleos alternativos que les sean ofrecidos, por aquello de la oferta y la demanda.
En definitiva, y promesas electorales aparte del orden de 800 euros de salario mínimo, y aunque es cierto que hay que tener utopías para vivir la vida, de vez en cuando no viene mal poner su contador a cero.
Este artículo está basado en la lectura del libro, ‘La economía en una lección’, del genial filósofo, economista y periodista norteamericano Henry Hazlitt, gran divulgador de la escuela austriaca de economía.