- Primera parte: Una mujer incómoda. El horrible crimen de la Azorera (1897)
Mató Gancedo, como ya comentamos, a su mujer y a su hijo de días, lo descubrieron, lo encarcelaron y, en pocos meses, llegó el día. Fue el 22 de junio, y el 23 EL CARBAYÓN lo sacó en portada. A Rafael González Gancedo se le acusaba de doble parricidio con premeditación, y a las dos mujeres de su vida, las que le habían incitado, supuestamente, a matar a la tercera, de inducción. La única defensa posible de Gancedo era la eximente de locura, que, por supuesto, no existía; y, lamentablemente para él y para el señor Barco, su abogado, al reo -nos referiremos muchas veces a él con este nombre, a partir de ahora- no se le daba bien mentir.
González Gancedo, que había acusado a su madre y amante en la vista previa, se desdecía ahora de sus palabras porque eso a él también le perjudicaba: hubiera ratificado la premeditación con la que éste actuó para matar a su mujer, la infortunada Manuela Martínez. Si lo había afirmado antes, dijo “es porque le han cargado de grillos, le han tratado mal y debido a eso se atolondró y no supo lo que decía entonces.” Hubiera podido pasar, pero lo de hacer pasar a Concha Calzón como no más que a una buena amiga no, desde luego: Gancedo aseguraba no tener relación alguna con Concha, si bien dijo haberle prometido, “a los dos o tres días de fallecer su esposa, casarse con ella al cabo de un año.” ¡Hay quien nace precipitado! Aún es más: Rafael negaba haber rezado a la virgen del Carmen unas oraciones para acometer, acto seguido, el horrendo crimen y, en última instancia, incluso el haber matado a su mujer e hijo recién nacido.
Así las cosas, con la declaración de Rafael y su madre llegó la hora de almorzar y Concha Calzón, la amante supuesta que con sus malas artes había conseguido conquistar al pánfilo Gancedo, no declaró hasta primera hora de la tarde. Con ella llegaría la respuesta a todo. La Calzón tenía por aquel entonces 22 años, cara bonita y voz fina y, en el juicio, declaró lo que nadie se esperaba: “que no tenía afecto ninguno al procesado, y que accedía a sus pretensiones por miedo (…) como cuando la deshonró, que fue en un monte estando apacentando ganado y a la fuerza…“ Concha inculparía, apartándose ella de la voluntad de los otros dos procesados, a Rafael y a su madre, la cual, según su declaración, había aprovechado las fiestas de Xenestaza para comentarle, ¡como quien no quiere la cosa!, que ambos andaban en intentos de envenenar a su nuera.
El desfile de testigos no hizo más que dar la razón al fiscal en la inculpación de los Gancedo; incluso el padre, Antonio González, declaró que creía más que capaz a su hijo, “el más díscolo” de todos los que tenía, de haber dado muerte a su mujer. También Deogracias, uno de los hermanos de Rafael -los otros dos, José y Casilda, renunciaron a declarar-, creía que “enfadado, su hermano es capaz de dar muerte a su mujer e hijos (…) que le consta que alguna vez su hermano Rafael salía por las noches a ver a la Concepción Calzón…” No especificó Deogracias, claro, si las visitas eran consentidas o no; pero, según Balbina, la hermana de la interfecta, no lo eran. Concha, decían, había estado de novia de un mozo del pueblo y la relación se había ido al traste una vez que Rafael decidió acosarla, seducirla y, al no conseguirlo, violarla en repetidas ocasiones, dejándola embarazada. El Gancedo asesino se revelaba ahora como violador, y aquello no contribuía bien a su causa. El juez no halló problema a la hora de declararle culpable dos veces -una por el asesinato de su mujer, otra por el de su hijo- e imponerle dos penas de muerte, dos; una por cada asesinato. Dos penas de muerte que el reo intentaría, durante poco menos de un año, recurrir desesperadamente.
- Tercera parte: Salió en portada. Sin vuelta atrás (1899) - muy pronto -