Sus ojos evitaban mirar a cámara, iluminando, sin embargo, la escena con ese alivio relativo de quien ha visto el horror muy de cerca y que, por fortuna, ha podido esquivarlo de su vida, pero no de su mente. A Wenceslao Rabot, palero y superviviente del buque Millán Carrasco, jamás se le borraría de la cabeza el 31 de septiembre de 1915. Aquel día, el mar bravo había decidido tomarse lo que legítimamente era suyo. Muchos no lo contaron. Muchos, hoy, tampoco recuerdan su historia. A fin de cuentas, la tragedia del Millán Carrasco no se llevó la vida de pasajeros “civiles”, sino tan sólo -¡tan sólo, qué desafortunada expresión!- de trabajadores de la mar, conscientes del riesgo que albergaba navegar. Así de injusta es, a veces, la vida y las formas de contarla.
EL COMERCIO del viernes 1 de octubre de 1915 dio cuenta de la tragedia en primera página. El Millán Carrasco había salido del Musel “el martes último, á las diez y media de la mañana, conduciendo un cargamento de 800 toneladas de carbón, con destino a Sevilla”. Sobra decir que jamás llegaría a su destino. Con cuarenta y cinco años a sus espaldas y habiendo dejado ya muy atrás tiempos gloriosos, el Millán Carrasco -184 pies ingleses, 25,5 de manga y 16 de puntal; 749 toneladas de peso- se cansó de navegar a medio camino entre Luarca y Ribadeo, a diez millas de la costa. Sin que nadie supiera por qué, perdió la máquina y comenzó a hacer aguas, causando el pánico de la tripulación.
Capitaneado por Hortensio Abella, 43 años y 25 de experiencia, el buque contaba con una tripulación de diecinueve o veintiún hombres, según la versión. Manuel Domenecq, el piloto; Luis Sánchez, el contramaestre; Manuel Francos y Manuel Moreno, primer y segundo maquinistas; José Fernández (o Francisco) Nuñez, cocinero; Antonio Breches Gallardo, camarero; Ricardo Moreno, carpintero; Francisco Fácil, marmitón; Juan Romero, mozo; Antonio (o Arturo) Casas y Cándido Balboa, timoneles; Juan Ramírez, fogonero; Ildefonso Pérez y Manuel Raimundo Rivas, marinero; Wenceslao Rabot y Fernando Díez, paleros y, para las versiones más románticas de la historia y por la razón que veremos más tarde, otros dos cocineros: Cesáreo Lambudio y su hijo, Fernando. Puede que, de no haber habido más personas, el naufragio del Millán Carrasco no hubiera llegado siquiera a las portadas de los periódicos, pero las había: en concreto, una tal Benita Omaña, pariente cercana del contramaestre, de belleza radiante y tiernos 19 años, que viajaba, invitada en el barco, con el objeto de llegar a Cádiz a contraer matrimonio. Al temer que la joven hubiera podido perecer, la tensión fue mayúscula. “Ignórase la suerte que haya podido correr (la joven) en el naufragio“, advertía EL COMERCIO, a pesar de que la tal Benita llevaba, por aquel entonces, ya unas cuantas horas reposando en Soto de Luiña, donde habían sido acogidos los primeros náufragos.
“Al quedar el buque al garete, y en vista de la marejada reinante, el capitán destacó un bote tripulado por el contramaestre y otros siete hombres con objeto de que fueran a tierra para pedir auxilio”. Olvidaba EL COMERCIO, quizás por el nerviosismo del momento, que, en los barcos, las mujeres se salvan las primeras. Benita Omaña viajaba, sin rasguño alguno, en aquel primer bote, aunque no fue fácil dominar la mar bravía con él. Según narraron aquellos primeros supervivientes, los aparejos que sujetaban los botes salvavidas se rompieron por la tormenta que arreciaba contra las paredes del barco, y el bote “cayó violentamente, siendo arrastrado por las olas”. Hubo que arriar un segundo bote, roto por varios puntos, y llegar, sin parar de achicar agua, hasta la playa de Barayo (los periódicos de la época la llaman “del Cuerno”).
La sorpresa de un pescador, que se retiraba ya hacia su casa, fue mayúscula cuando vio aparecer aquel desvencijado bote lleno de gente en medio de la tormenta. Luis Sánchez, el contramaestre, le explicó la situación. Sanos y salvos, desde el pueblo más cercano, se emitió el primer y alarmante telegrama. “Marinero del vapor Millán Carrasco, que naufragó, salga enseguida un vapor a buscar once que faltan. Naufragio entre Ribadeo y Luarca, a diez millas. Luis Sánchez.”
La aparición del segundo bote salvavidas, vacío, claro está, y hecho añicos, en la playa de Barayo, hizo temer las peores sospechas. Del Millán Carrasco no quedaba rastro; ningún barco lo había avistado ni se veía ya en el horizonte. La última imagen que quedaba de él era la del casco deshaciéndose, batido violentamente por las olas, dejando al descubierto, en ocasiones, tan sólo un palo… mal presagio. La marejada lo había tragado mar adentro, y sólo cuando, muchos kilómetros más allá, en la playa del Busto, aparecieron, exhaustos, Manuel Moreno, José Núñez y Wenceslao Rabot, se pudo saber el cruel destino que había tenido el Millán Carrasco.
En la foto: Wenceslao Rabot, Manuel Moreno y José Franco Nuñez, palero, maquinista y mayordomo del Millán Carrasco, que, al ocurrir el hundimiento de dicho barco, pudieron salvarse en la playa de Busto. Fotografía publicada en Mundo Gráfico, noviembre de 1915.
Sólo Núñez, Moreno y Rabot se consiguieron salvar a tiempo, vistiéndose los chalecos salvavidas y arrojándose, pocos segundos antes de estrellarse el barco contra las rocas, al agua. No tenían nada que perder y, precisamente por ello, salieron ganando. Ironías. Cesáreo y Fernando Lambudio, los misteriosos tripulantes que sólo aparecen en esta última versión, padre e hijo, salieron despedidos contra las rocas justo en el momento en que se abrazaban, dispuestos a saltar al agua. Así lo contó, al menos, Wenceslao Rabot, quizás queriendo poner una nota romántica a una historia demasiado amarga como para digerirla sola. Y, puesto que la historia la escriben quienes la sobreviven, así habremos de creerlo.
· En la tragedia del Millán Carrasco sólo se encontraron tres cadáveres. Otros seis tripulantes desaparecieron en el fondo del mar.