Salmonalipsis

Por Salvaguti

La pasada semana tuve la oportunidad de asistir, otra vez, a un concierto de Andrés Calamaro. En esta ocasión, a diferencia de las anteriores, la actuación tuvo lugar en una sala, de tamaño medio, que, como ya he comentado en determinadas ocasiones, es donde mejor se disfruta, escucha y siente el rock. En la sala el espectáculo deja paso al sonido, a la emoción, a la cercanía, los fuegos artificiales desaparecen; sin máscaras. En una sala es muchísimo más complicado camuflar la trampa, es todo infinitamente más básico, más desnudo y esencial. Antes de continuar, porque la sinceridad no debe chocar con la imparcialidad, debo de reconocer que soy un seguidor fiel, constante y paciente de Calamaro. Constante, pasan los años y entrega tras entrega, con los ojos vendados del fans, entro en la tienda y compro sus nuevas obras. Paciente, siendo justos, no todos los trabajos de Calamaro, especialmente los que nos ha ofrecido en los últimos tiempos, están a la altura de sus grandes temas, es la única e incuestionable verdad. Y fiel por una combinación de ambas explicaciones, y es que hay que ser muy –muy- fiel para haber escuchado algunas últimas canciones de principio a fin. Tal vez en estas cosas sea donde más se note mi vertiente taurina, soporto cientos de pases descafeinados si de tanto en tanto me regalan una verónica o un natural como está mandado. Calamaro tuvo un gran acierto cuando se abrazó al sobrenombre de El Salmón, un animal que se empeña siempre en seguir la misma dirección, la difícil, guiándose de su instinto, sin tener en cuenta las posibles adversidades o los desiertos creativos, que todos los creadores tienen. Calamaro es uno de los grandes nombres que se han incluido en el próximo Festival de la Guitarra, y yo les recomiendo a todos los amantes del buen rock, calamarianos o no, que acudan a la cita programada, porque les puedo asegurar que no les defraudará.

Andrés Calamaro es, físicamente, en la actualidad una replica del Richards más esencial, roquero de gafas de espejo, cinta en la cabeza, greñas despeinadas y cigarrillo entre los dientes. Y de esta guisa, repasa su amplia trayectoria musical, y nos recupera los grandes temas de Los Rodríguez, así como de sus primeros discos en solitario, apenas deteniéndose en los más recientes. Redecora sus éxitos de siempre y hasta tiene un guiño para sus amados tangos, que interpreta con descaro y ronquera. Más allá de las lagunas, o a pesar de ellas, Calamaro tiene una ventaja sobre la inmensa mayoría de los artistas actuales, de su amplísima producción musical es complicado escoger treinta, veinticinco grandes temas, y eso es lo que hace en un espectáculo que roza las dos horas. Interpreta temas que yo creía que jamás podría escuchar en directo, como es el caso de Paloma, auténtico himno generacional y sentimental que provocó ríos de lágrimas entre los asistentes. O la euforia colectiva y taquicárdica cuando le tocó el turno a Sin documentos, o la magia sinfónica de Flaca, o esa recuperación en forma de homenaje a los ochenta y los Caligari que son Los chicos, o el conmovedor gemido de Estadio Azteca, o yo qué sé. Porque si Calamaro ha tenido y tiene una cualidad es que aborda el rock en su más amplia definición, aún respetando su propia personalidad ha sido capaz de evolucionar y casi revolucionar con los años.

Calamaro, Enrique Bunbury y Manolo García, tal vez sean los tres artistas que en nuestro país mejor están aguantando y celebrando el paso del tiempo. Los tres cuentan con discografías muy sólidas, los tres son perseguidos por una legión de seguidores y los tres saben envejecer bien, muy bien. Viendo el otro día Calamaro supe que, si no sucede nada extraño, seguiré asistiendo a sus conciertos dentro de quince o veinte años, con absoluta naturalidad. Porque Andrés, junto a Bunbury y García, han tomado el testigo de Raphael, Julio Iglesias o la difunta Rocío Jurado, mitos de una generación anterior, y que las generaciones más actuales, los que fuimos adolescentes en su mayor y febril efervescencia, más lo que se sumen del presente, los seguiremos en el futuro. Tendrán más canas, más arrugas, serán menos elásticos sobre el escenario, claro que sí, pero es que nosotros también lo seremos –más canosos, más arrugados, menos elásticos-. Aunque el rock comenzara como un fenómeno juvenil, en la actualidad ya no va de la mano de la edad, y como se suele decir: los viejos rockeros nunca mueren. Hablamos de personalidad, de actitud, de maneras de entender la vida y sus cosas. Gracias a Calamaro, entre otros, la magia del rock permanece, y el asistir a un concierto sigue teniendo algo de ritual, de ceremonia, de instante privilegiado. Pronto, aquí en Córdoba, volveremos a sentir todo eso.

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