Salto a la fama

Por Agora

Saltó a la fama de una forma inesperada: cuando el periódico publicó su esquela de fallecimiento. Aquella esquela no era de las grandes, de esas que ocupan toda una página, pretenciosas hasta para anunciar la muerte, sino discreta, como discreta había sido su vida. Debajo de su nombre y del D.E.P., en negrita, aparecían las consabidas frases de pésame: “Su afligida esposa...”, “Sus apenados hijos...”, etc. Más abajo de las fórmulas protocolarias de condolencia se daba noticia de la casa mortuoria y del tanatorio donde pasaría su última noche en compañía de los vivos. El abuelo, con su manía de consultar este tipo de eventos, nos dio la noticia. Así nos enteramos de su muerte. Luego recibimos la llamada de un amigo común; después llamamos nosotros a la viuda; poco más tarde nos dirigimos al tanatorio.

Era un hombre que frecuentaba los submundos de la literatura. Al jubilarse decidió dedicar parte del tiempo que le quedaba a sus dos aficiones, como él decía fundamentales, las que tuvo aparcadas a la largo de su vida profesional no sin pena: tocar el violín y escribir poesía. Por las tardes se encerraba en un pequeño cuarto y delante de una partitura acariciaba las cuerdas de tripa de gato con virtuoso esmero, o leía y componía poemas que sabía no le harían famoso. Lo conocí con motivo de esta segunda afición, pues al igual que yo frecuentaba ciertos antros oscuros en donde se realizaban lecturas de poemas o se presentaban libros que algunos pretendían poéticos, o algo parecido. Hombre amable e impecable, no recuerdo exactamente quién me lo presentó, pero sí puedo decir que me ganó pronto por su simpatía y exquisitez de trato, no al uso del común o de ciertos versadores, bajos, sebosos, y con mellas en la boca debido a su alcoholismo, que se creen, a parte de buenos poetas, graciosos a todas horas y dotados de ingenio. “Un caballero de los antiguos”, lo definió Blanca en una ocasión. “De los de antes de la guerra”, diría mi abuela si hubiera vivido para conocerlo.

Aunque resulte extraño en estos tiempos en los que abunda la dureza y crueldad desorbitadas, en los que nadie mira por nadie sino por sí mismo y únicamente se vocea cuando están en juego los propios intereses, era uno de esos seres especiales que de pronto surgen no se sabe de dónde, los otorga la naturaleza como don no merecido para el resto de los humanos, o quizá Dios, que aún se sigue apiadando de nosotros aunque no lo merezcamos. Podía hablar mucho y bueno de él. No se dejaba arrastrar por los cantos de sirenas o las pequeñas cenizas de la gloria, menos aún por las cuestiones del mezquino dinero. Pasó por la vida haciendo el bien y disfrutando de los pequeños placeres que proporcionan la amistad, la conversación distendida, el tabaco y el whisky. Fue un epicúreo en el sentido más noble que puede tener este término. De estúpidos o malas personas hubiera sido no reconocer su mérito, su valía como persona.

Se me agolpaban muchos recuerdos camino del tanatorio y los comentaba con Blanca, un poco triste ella también. Hablábamos de las excelencias de su carácter; hablábamos de su generosidad; hablábamos del sentido profundo que tenía de la amistad; hablábamos de su soledad. De los siete hijos que tuvo ninguno le acompañó a sus recitales, ni la mujer, su Juani, como él decía. Comentábamos la poca fortuna que habían tenido sus escritos; no eran ni buenos ni malos, pero de seguro más dignos que otros a que hacen alusión las reseñas de revistas especializadas. Había publicado dos libros de poemas que pasaron totalmente desapercibidos, ni siquiera tuvieron una breve mención en periódicos de esos que se regalan por las calles. Esto a él no le preocupaba; no había pedido favores y esperaba, seguía esperando, que algún crítico de amistad confesada finalmente dijera algo en algún sitio; de palabra, en conversaciones de barra cuando era él quien invitaba, ya había recibido numerosos elogios y palmaditas en el hombro. Me apenaba su muerte, y a este sentimiento se añadía otro que no me dejaba tranquilo. Lo podría llamar de ingratitud; ingratitud de la vida. La vida había sido especialmente ingrata con él en lo tocante a que se vieran cumplidas ciertas esperanzas, las del triunfo poético, esa pequeña vanidad.

Llegamos al tanatorio. La viuda con los ojos enrojecidos, la tristeza reflejada en el rostro, pausados sus ademanes, nos recibió con la dulzura triste con la que reciben las viudas. Le dimos un sentido pésame, pero nos dio la impresión de que no era muy consciente de lo que realmente sucedía; estaba en otro lugar, pero no allí. Atisbé en derredor de la sala por si veía a algunos de los compañeros de viaje en esto de las lides poéticas, con la intención de poder hablar con persona conocida; no vi a nadie. La compaña del finado se reducía a sus familiares directos, una serie de mujeres parlanchinas y unos cuantos viejos, era hora de trabajo y se entiende. No pude reprimir el vago pensamiento sobre la suerte que yo tenía al haber ingresado recientemente en las filas del paro y de esta manera tener sobrado tiempo a mi disposición, aunque fuera para asistir a funerales.

No quisimos verlo; queríamos conservar una imagen agradable de él; una imagen de vida, no de muerte. Nos sentamos en un rincón de la sala y nos dedicamos a observar en silencio. Captamos la atmósfera enseguida; con las miradas nos hicimos alguna seña.

Fui percibiendo retazos de conversaciones, miradas esquivas, gestos sutiles, gruesos ademanes, insinuaciones... En la familia se había declarado una secreta pugna por el poder. Las matriarcas (las hijas del finado, en número de cuatro) se habían tirado al ruedo y pugnaban por ser la primera, y última, en aquella extraña fiesta en que señoreaba la muerte como única reina; los hijos andaban por ahí saludando entre corrillos, entrando y saliendo de la cafetería y contando chistes. La hija retrasada se había atornillado en una silla, así lo parecía, que de manera estratégica había situado para atisbar el pasillo a la vez que controlaba la sala. Esta hija desarrolló un comportamiento muy curioso: Si la viuda lloraba, la acompañaba con suspiros; si la viuda sufría desfallecimientos, ella también; si abanicaban a la viuda, quería que hicieran lo mismo con ella... Encargó la hija mayor un ramo de flores (el más grande, así se lo dijo al florista según confesó a voz en cuello) y dio órdenes para que lo colocaran encima del féretro; corrigió la segunda hija, y pusieron el ramo en un lateral; la hija que quedaba no subnormal, muy marimandona, mostró su desacuerdo y terminaron colocando el ramo delante del cristal que separaba el camarín donde se encontraba el finado de la sala donde nos hallábamos los feudos. “Así lo puede apreciar todo el que entre”, dijo la marimandona. A continuación llegaron más ramos y coronas.

Una sobrina se hizo de notar y dijo que la pérdida de su tío era irremediable. “Ya descansa, el pobre, ¡con lo bueno que era!”, soltó alguien. “Qué pena, qué pena…!”, vino a descerrajar una voz rajada, un tanto alcohólica, quizá de gitano. De repente, se enmudecieron las chácharas; el hipo de la viuda se dejó sentir, lloraba desconsolada. Fue entonces cuando le aconsejó la cuñada, arropándola con un abrazo: «Si no tienes ánimo, Juani, no veas a tu marido». Y añadió: “Tienes que acostumbrarte, Juani”.

Una mujer mofletuda, gorda, que debía de ser amiga de la familia, metió las manos disimuladamente en el bolso que acunaba encima de su regazo y afanosa comenzó a operar en su interior, y en el silencio tenso, rumoreante e hipado, se extendió un incógnito crepitar —cras, cras… cras, cris cras… cras, cris…—. Al cesar los estridulos, sacó una de las manos del incatalogable bolso y se echó algo a la boca de forma rápida. Clips, clips, clips, claps… rumoreó su boca mientras la movía con fruición.

En estas, entre tan musicales acordes, entra una mujer de edad indefinida, dado lo generoso de su maquillaje, con un peinado reciente de peluquería (un moño hiperbólico o algo así, con flor grande y roja en lo alto), los ojos relucientes entre los polvos de sombra, labios de carmín y cubierto el cuerpo de alto en bajo con un abrigo negro de visón. Garbosa, se dirige a la viuda y le estampa dos sonoros besos en las mejillas. Después le dice con voz audible:

Juani, querida, ya iba siendo hora de que nos viéramos, aunque sea en estas circunstancias, cuando tu marido ha saltado por fin a la fama.

¿Ha saltado a la fama? —pregunta estúpidamente la viuda, falta de reflejos y cesando el hipo.

Al ser lunes su esquela la ha leído todo el mundo —le replica la mujer del visón, resuelta.

Eso dice, de veras. Yo lo he oído; Blanca con un ligero toque de ojos me confirma que también. Luego dice otras cosas, y otras, y otras. No para de hablar y de decir gilipolleces en aquella sala, con él allí presente. ¿A quién le importa el fútbol? Mientras de los ojos de la viuda cae una lágrima seca, no me importa lo que dice aquella mujer indefinida de pestañas postizas, ojos relucientes, labios de carmín y vestida con abrigo de relumbrante visón. Yo ya he desconectado.

Jesús Cánovas Martínez