Afrontaba el reto de ver un All Star donde se diera paso a una nueva generación de jugadores, una renovación necesaria para mantener el nivel del concurso de tiempos muy pasados, tan pasados que recordaban incluso a un deporte distinto, que se jugaba en equipo, en el que se daba espectáculo para el público en solidaridad con el nivel competitivo. No sé si seré un iluso, un romántico o un pesimista, pero después de ver las dos primeras jornadas del All Star se me apagaron todas las luces, y no disfruté como muchos de vosotros con un domingo tan brillante como se dice.
Concursos de HORSE, famosos y otras chorradas aparte, el viernes se planteaba un partido desigual entre novatos y jugadores de segundo año. Por si me quedaba alguna duda sobre el devenir del “nuevo baloncesto” que está por llegar, se me acabaron de disipar: individualismo, correcalles sin sentido y alleyoops. Señores, eso no me divierte, así que cambio de canal. Por cierto, ganaron los novatos, pero eso es lo de menos.
Nunca entendí por qué a los concursos del sábado no iban los auténticos especialistas de la NBA, o incluso de fuera. En triples ganó el menos malo del día, Paul Pierce; y en mates, el más bajito, porque todos eran igual de malos. ¿Cuánto va a tardar Stern en quitar los concursos de habilidades y de tiro?
Con estos precedentes me quedaba poco en el tanque de la ilusión por este All Star. Ganó el Este, pero el verdadero ganador fue Mark Cuban, que consiguió meter a más de 100000 personas en un estadio sin que parecieran sardinas en lata, y además realizó el traspaso de lo que llevamos de temporada. Cierto, el partido del domingo tuvo su aquel, estuvo competido además. Digamos que el fin de semana se ha salvado por la campana. Pero el desencanto acumulado era tal que guardo lo poco que me queda para este próximo fin de semana, para la Copa de Rey. Ahí siempre me he divertido. Señor Stern, siga con su circo ambulante.
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