Como a estas alturas de viaje uno ya ha llegado al convencimiento de que no está para recibir muchas más medallas, revelaré aquí que la primera pista para denunciar que a Paco Rabal le querían birlar su nombre de la Casa de la Cultura de Albudeite me la dio el exconcejal de IU en Murcia, Nacho Tornel, un tipo tan íntegro como de una sola pieza, en una red social. Desde ahí fui tirando del hilo hasta descubrir que la propuesta, a través de una estrambótica moción, consistía en sustituir al actor aguileño por el padre de una concejala del equipo de gobierno municipal. Que, además, el alcalde pretendía también darle el nombre de su propio progenitor, con apodo incluido, a un callejón del pueblo. Y que los poetas Rafael Alberti y el archenero Vicente Medina correrían suerte parecida a la del desaparecido Rabal.
Nunca un par de post [1 y 2], publicados en mi página de Facebook y enlazados en la de Twitter, tuvieron tanto eco y repercusión. Los titulé La identidad perdida, como sentido lamento ante lo injusto que aún ocurre en una tierra donde parece que seguimos sin tener muy claro quiénes somos y, lo que puede ser peor, lo que aspiramos a ser. Este intento fallido de los gobernantes del PP y Ciudadanos en Albudeite, al pretender arreglar cuentas con la historia a base de cambiar las placas del callejero, me recordó algo que relaté en otro artículo hace un lustro y que ocurrió en mi pueblo, hacia 1979, nada más llegar los socialistas al poder en el ayuntamiento de Alguazas.
A mi padre, funcionario municipal, le encomendaron elaborar un listado con los nombres de las calles para, con él confeccionado, proceder al cambio de los que consideraran improcedentes “por su marcado cariz político”. Comenzó a leer aquella lista ante los ediles, con notable y lógica presencia en ella de personajes vinculados al régimen franquista, hasta llegar al escritor y pensador vasco Miguel de Unamuno, al que un veterano concejal del grupo mayoritario tildó sin más consideraciones de fascista. Mi padre no tuvo más remedio que discrepar por aquella apreciación, tras lo que argumentó su razonamiento y, finalmente, a Unamuno se le respetó su calle.
Lo que no conté en aquel artículo es que años después, comentando la anécdota con él, y durante una sobremesa mientras degustábamos un café, le llegué a preguntar:
–Y si en lugar de Unamuno hubiera sido Federico García Lorca, ¿habrías intentado también hacer entrar en razón a aquella gente?
Mi padre se sonrió, me miró al instante y me dijo:
–No te quepa duda. Y con Miguel Hernández, Machado e incluso con Alberti.
Aquella lección la tengo aprendida desde entonces. Quien me estaba diciendo esto era un hombre que hasta 1974, cada 20 de noviembre, leyó públicamente durante años el testamento político de José Antonio, ante la cruz de los caídos, en mi pueblo, ataviado con la camisa azul de la Falange. Un hombre comprometido con su ideología, ciertamente, pero que por encima de todo había leído, estudiado y cultivado para distinguir lo justo de lo injusto, lo ético de lo inmoral y lo tolerante de lo sectario. Porque los sectarios siempre han temido al hombre libre, como escribiera el hoy recuperado Chaves Nogales. Es quizá por eso que, en su memoria, tal y como un día él salvó a Unamuno, yo también haya intentado ahora salvar a Paco Rabal, un actor al que, por otra parte, tanto admiramos ambos cuando lo contemplábamos en la pantalla.