Corrían los años noventa. Por aquel entonces, yo tendría alrededor de unos diez años, quizá menos. Vivía feliz en el pequeño pueblo valenciano de donde provienen mis raíces y donde me crie, Millares. Ese pueblo fantástico y encalado entre grandes montes. Yo era un niño feliz, hambriento de curiosidades, siempre andaba a solas por los caminos, en busca de una de las fascinaciones más potentes que he tenido siempre: los animales. Alucinaba con salamanquesas, renacuajos, culebras de agua, víboras, zarbachos(lagarto ocelado), gorriones, mirlos, águilas, halcones, ruiseñores, perdices, tordos, faisanes, cabras monteses, gatos monteses, zorros, muflones, jabalíes, hormigas, alacranes, lagartijas, cangrejos de río, peces, tortugas y demás especies afincadas en esos dominios, ricos en fauna natural.
Cierto día, volvía del colegio, subiendo por la cuesta de El carril que conduce hasta casa de mis padres. Antiguamente había un algarrobo ubicado en un pequeño montículo, a lo alto de la calle, desde allí se podía vislumbrar la escuela y gran parte de L´agüikya abajo, (zona umbría de regadío donde se cultivaban naranjos y demás hortalizas mediterráneas). Yo, como era tan curioso, no dejaba ningún lugar sin reconocer por mis intrépidos ojos. Aquel día, decidí que era buen momento para investigar por primera vez aquel algarrobo. Al subir a la pequeña montaña que el árbol custodiaba, no tardé en advertir la presencia de una salamanquesa “gigante”, al menos era mucho más enorme que todas las que había presenciado hasta ese momento. Tan grande era y tan de cerca la vi, que la bauticé con la frase: mi dragón del algarrobo; y así siguió durante mucho tiempo. Tanto me fascinó aquella criatura, que cambié mi ruta de vuelta del colegio para poder verla cada día, posada en el tronco del árbol. Parecía estar esperando mi visita diaria. Pasaba largos minutos observándola con detenimiento. Era tan alucinante y tenía tantos detalles… Y lo mejor de todo, no huía si me acercaba demasiado.
Uno de aquellos días, mi hermana, tres años menor que yo, volvía conmigo del colegio. Pasábamos por el santuario de mi dragón, y yo, con gran entusiasmo, quise presentárselo. La animé a subir a aquel montículo; era un risco bastante peligroso para dos niños de, quizá, ocho y cinco años, no lo recuerdo bien, pero sí recuerdo que mi hermana era tan enana, que mi mochila era casi más grande que ella. Pues bien, ella no quería subir, lo veía difícil y peligroso, pero yo estaba acostumbrado a meterme en aquella jungla y estaba seguro que no le pasaría nada estando yo. Al final se convenció y los dos subimos a ver al dragón que, allí estaba, en su tomar de sol diario, esperándome, grande como siempre, vivo y alucinante. Se lo mostraba a mi hermana con gran orgullo, pero a ella no pareció fascinarle del mismo modo que a mí, así que perdí el entusiasmo inicial y dejé de prestar atención. Fue entonces cuando mi hermana resbaló con un montón de tierra suelta que había por el suelo y se precipitó hacia el abismo, que mediría unos quince o veinte metros de altura. Una caída en aquel barranco hubiera significado una muerte segura para una niña tan pequeña. Gracias a algo que nos acompañaba ese día, mi hermana fue frenada por una planta que había justo en el borde del precipicio. Frenó el tiempo justo para que yo pudiera agarrarla con las dos manos y tirar de ella hacia arriba de nuevo. Si no hubiese estado yo en ese momento, estoy seguro que la pérdida de esa pequeña a la que amo con locura hubiera sido una realidad de las más amargas. Pero no, conseguí sacarla de allí y volvimos a casa lo más rápido que pudimos, asustados, llorando, habiendo visto la tragedia de cerca.
Pasé un tiempo sin volver al santuario del dragón, pero cuando al fin decidí hacerlo, la salamanquesa ya no estaba. Volví varias veces con el amargo recuerdo del incidente, pero nunca más la volví a ver. Crecí, pero nunca me olvidaré de aquel lagarto hermoso ni de aquel día fatídico que casi le cuesta la vida a una de las personas más importantes de mi vida.
A día de hoy, mi hermana no recuerda aquellos hechos, pero yo sé, que en aquel momento se forjó una de esas relaciones especiales que te atan a esa persona desde el interior, nunca volví a ver a esa pequeña morena con los mismos ojos. Supe que la protegería en todo cuanto pudiese. Y así ha sido hasta día de hoy, veinte años después, y lo seguirá siendo.
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José Lorente.