Samia, de la gloria al infierno

Publicado el 22 agosto 2012 por Rgalmazan @RGAlmazan

Tenía diecisiete años y consiguió su sueño dorado. Participar en los Juegos Olímpicos de Pekín, representando a su país: Somalia. Sabía que su marca estaba lejos de la de sus oponentes, pero eso no le importaba. Samia llegó a Pekín para demostrar que las mujeres de Somalia también podían ser deportistas, para tratar de salir de esa espiral de miseria y guerras que existía en su país.

Y orgullosa, con responsabilidad, consiguió correr doscientos metros en Pekín, rodeada de lo más granado de las atletas del mundo. Tardó diez segundos más, pero se llevó el mayor aplauso. Los espectadores entendieron que en esa mujer había algo más que una atleta mediocre. Había una joven de diecisiete años, de carne y hueso, que había podido llegar allí. En ella se encerraba el espíritu olímpico, por un lado: “lo importante es participar” y, por otro lado, una vida nueva que comenzaba.

Somalia en guerra desde 1991, año en que nació Samia, nunca ha tenido medios para promocionar el deporte. Samia lo sabía muy bien, el fanatismo islámico además se lo ponía más difícil. Primero, tuvo que pasar por la penalidad de todas las mujeres de su país, la ablación. Pero ella siguió, sabía que había otra vida y quiso intentarlo. En Pekín, consiguió empezar su carrera vital. Mientras estuvo allí, pudo saborear lo que era una vida normal. Dormir en una villa olímpica, en una habitación doble en vez de con sus cinco hermanos menores. Comer todos los días, tres veces, entrenar en una pista lisa, sin tener que esquivar soldados, disparos, bombas y miradas de desprecio de su gente.

Fue entonces cuando decidió probar esa vida. Una vida sin discriminación para la mujer, una vida con algo de comer y con futuro, sin muertes alrededor, sin gente tirada por la calle. Y empezó un peregrinaje para poder salvarse. Tenía fe en ella misma, sabía que si quería, podría. Primero fue a Etiopía, después Sudán y luego decidió, estando en Libia, dar el gran salto. En Italia podría comenzar su vida, todavía tenía veintiún años y un futuro por delante.

Su padre había muerto en esa miserable guerra de su país. Su madre la ayudó, vendieron todo para poder comprar un billete de la muerte a esas mafias desaprensivas que comercian con carne fresca, un sitio en una patera llena de gente con inquietud, demasiada gente, con hambre y con pena en busca de una nueva vida. Italia, su isla Lampedusa, era el destino. Todo a cambio de un posible futuro. Todo por nada. Pero la cosa no fue tan lejos, en pleno Mediterráneo la patera se hundió, y allí acabo su aventura. Samia encontró el infierno en el fondo del mar. Esa fue su última carrera, y allí no perdió diez segundos, allí perdió su presente y su futuro, su sueño, su vida.

Una historia que debería sobrecogernos. Pero hoy, estamos inmunizados, nos ha crecido un caparazón que nos priva de la sensibilidad, para no tener que estar maldiciéndonos como seres inhumanos todo el día.

Samia Yusuf Omar es hoy un ejemplo, una prueba de la desvergüenza humana. ¿Cuántas Samias tienen que morir para que seamos capaces de darnos cuenta del grave problema de este mundo? Quizá muchas. Quizá todas. Pero ahí seguimos, impotentes, viendo morir a medio mundo, mientras nos llenamos la barriga, sin importarnos demasiado el hambre ajena. No sé, pero algo debemos estar haciendo mal, y además no somos capaces de corregirlo.

La solución al problema es fácil, pero nadie toma la decisión, porque al Primer Mundo le importa mucho más la prima de riesgo que las samias del mundo. Y aquí seguimos, con la panza llena y mirándonos el ombligo.

Salud y República