SAMUEL R. DELANY - La intersección Einstein (1967)

Publicado el 30 septiembre 2012 por Jorge Vilches

Decidí leer algo de Samuel R. Delany por eso de diversificar mi agenda de escritores. También sostengo que es bueno intercalar novelas de distinta temática y estilo, y lo planifiqué entre Leinster y Heinlein. Pensé que lo mejor sería empezar por una obra premiada, corta a ser posible, que me diera una opinión sobre el autor norteamericano. Seleccioné La intersección Einstein (premio Nebula en 1967) y busqué opiniones al respecto. Recuerdo que señalaban tres cosas: la cuestión del sentido de la mitología, el aburrimiento que podía causar la obra de Delany y la maldad (o estulticia) del que escribió la sinopsis que acompaña al libro. Leí sobre las dos primeras cosas, pero evité con eficacia leer el resumen del argumento porque me encantan las sorpresas. Sin embargo, en esta ocasión, cuando llevaba más de la mitad del libro, no me pude resistir: el aburrimiento
pudo más yo. El sinsentido era tan grande que tuve que echar mano de la sinopsis del pérfido editor para que me ayudara a seguir con el libro. Fue entonces cuando entendí por qué el tipo de la editorial había destripado la obra: no era malvado, sino un buen samaritano.
Delany era un escritor cuyo placer no era contar historias, sino escribir, y eso se nota en La intersección Einstein. Consideraba, además, que los buenos finales no proponen conclusiones. Si unimos ambos principios nos encontramos con una novela extraña que aporta muy poco. Delany va intercalando sin orden la historia de Lobey –un “diferente”- contada en primera persona, con el diario del autor del libro, que está de viaje por Grecia. Es curiosa la fascinación que en los sesenta generó este país en algunos escritores como Zelazny y los hermanos Strugatski.
El relato se basa en que Albert Einstein definió los límites de la percepción al expresar matemáticamente hasta qué grado la condición del observador influye en la cosa observada. ¿Quién es el observador? Como la acción se sitúa en la Tierra, el observador son los alienígenas, quienes han repoblado un planeta vacío. Y lo han hecho no trayendo su civilización, sino intentando recrear la humana y haciendo creer a los “diferentes” que son humanos. Esa recreación produce alteraciones grotescas, como es el endiosar a Ringo Starr –el batería de los Beatles-, o que el malo sea Billy the Kid (Suena un poco gilipollesco, ¿verdad? Pues así es).
El protagonista es Lobey, al que físicamente he vinculado con el fantástico Dimento (personaje de un cómic de Richard Corben y Jan Strand). Lobey y los suyos viven en kaulas, una especie de reservas, como si fueran una comuna hippie. La muerte de su amada, otra “diferente” (los diferentes tienen habilidades consideradas especiales, tanto psíquicas como físicas), hace que Lobey emprenda un viaje buscando su resurrección. A partir de aquí la novela adopta la forma de una fábula con toque road movie, en la que Lobey se va encontrando con personajes pintorescos con los que va descubriendo partes de la vida. Lobey acaba llegando a la gran ciudad, Molienda-del-mar, y descubre la verdad: que todos son aliens y que el mundo en el que vive es una ilusión, una recreación de una civilización extinta. Y así termina.
Cuando llegué a la última página del relato y leí la frase final, me quedé con esa expresión de incredulidad y frustración tan dolorosa para un lector. Delany ya se había cansado de escribir y lo dejó así, por las buenas. “¡Ya he terminado! Mamá… ¿Me puedo bajar al café a codearme con otros escritores hippies?”. La new wave hizo tanto daño como cosas buenas. El deseo de superar la Golden Age y dar respuesta a inquietudes de la sociedad de los sesenta, abrió el campo a paranoias y adoctrinamiento. Nos encontramos así con personajes que serían en cualquier tiempo y lugar carne de psiquiatra –como los de Moorcock-, narraciones sin una verdadera trama –ahí tenemos a Zelazny y su Tú, el inmortal-, novelas sin conclusión, y doctrina, doctrina y doctrina.