pudo más yo. El sinsentido era tan grande que tuve que echar mano de la sinopsis del pérfido editor para que me ayudara a seguir con el libro. Fue entonces cuando entendí por qué el tipo de la editorial había destripado la obra: no era malvado, sino un buen samaritano.
El relato se basa en que Albert Einstein definió los límites de la percepción al expresar matemáticamente hasta qué grado la condición del observador influye en la cosa observada. ¿Quién es el observador? Como la acción se sitúa en la Tierra, el observador son los alienígenas, quienes han repoblado un planeta vacío. Y lo han hecho no trayendo su civilización, sino intentando recrear la humana y haciendo creer a los “diferentes” que son humanos. Esa recreación produce alteraciones grotescas, como es el endiosar a Ringo Starr –el batería de los Beatles-, o que el malo sea Billy the Kid (Suena un poco gilipollesco, ¿verdad? Pues así es).
Cuando llegué a la última página del relato y leí la frase final, me quedé con esa expresión de incredulidad y frustración tan dolorosa para un lector. Delany ya se había cansado de escribir y lo dejó así, por las buenas. “¡Ya he terminado! Mamá… ¿Me puedo bajar al café a codearme con otros escritores hippies?”. La new wave hizo tanto daño como cosas buenas. El deseo de superar la Golden Age y dar respuesta a inquietudes de la sociedad de los sesenta, abrió el campo a paranoias y adoctrinamiento. Nos encontramos así con personajes que serían en cualquier tiempo y lugar carne de psiquiatra –como los de Moorcock-, narraciones sin una verdadera trama –ahí tenemos a Zelazny y su Tú, el inmortal-, novelas sin conclusión, y doctrina, doctrina y doctrina.