San Agustín y el huevo de la serpiente

Por Daniel Vicente Carrillo



Robredo entiende de citas, pero no de historia y menos aun de teología. Desde Bayle se intenta sacar petróleo de la polémica antidonatista de San Agustín, cuando basta con leerla para observar sus variadísimos matices morales y jurídicos. Sólo tras un considerable y anacrónico esfuerzo imaginativo de ciertos glosadores pueden recordar las comedidas palabras e instrucciones del santo al poder implacable, permanente y antievangélico que acabó adoptando la Inquisición. Cierto es que se abren puertas peligrosas en la doctrina agustiniana de la violencia estatal, pero la conciencia del riesgo extrema las cautelas y hace que su discurso abunde en reservas y cortapisas a las que un emperador no debía de estar muy acostumbrado. Siendo, además, Agustín una causa harto lejana respecto al efecto que se le atribuye, ¿con qué solvencia intelectual se vincula a ambos de forma tan tajante?
Respecto a la libertad de conciencia, incluso sus primeros y muy meritorios impulsores como Castellio en su "Tratado de los Herejes" o Bodino en el "Colloquium Heptaplomeres" la contemplan más como una cláusula de cierre que evite el uso de la fuerza entre teístas ("fides est suadenda") que como un aval a un sistema de gobierno donde la irreligiosidad sea una opción, no digamos ya un ideal. Leibniz, ecléctico empedernido e impulsor de una suerte de ecumenismo filosófico, estimó que el predominio del materialismo señalaba el comienzo de la decadencia europea. El propio Voltaire ve al ateísmo con malos ojos y teme que por él llegue la ruina de todas las repúblicas. No hay, pues, una tolerancia secular hasta que Europa se sacia de la sangre de la Revolución Francesa y nacen como grandes pactos de Estado bellas Constituciones, sostenidas en el vacío de los buenos propósitos, las vaguedades y los equilibrios imposibles, y barridas poco más tarde por la misma especie intratable de espíritus fuertes que las hizo necesarias.