Nunca he estado en los sanfermines. No me acerco a los carnavales, que me pillan más cerca, cuánto menos volar para asistir a una ¿fiesta? basada en el alcohol (no soy practicante, por más que a algún amigo le parezca un sacrilegio) y en el maltrato animal.
Que un grupo de descerebrados se ponga a correr delante de animales aterrorizados y luego haya quien se lamente por una cogida, un herido grave o un muerto me parece demencial, de la misma manera que me lo parece quien llora la cogida de un torero.
Que cientos de personas se aventuren a entrar a un pequeño recinto sin pensar en la más que lógica posibilidad de que pueda producirse un embotellamiento como el que ocurrió ayer es no tener dos dedos de frente.
Si a esto le unimos que muchos de los asistentes a los sanfermines parecen confundir el ‘me quito el sujetador’ con ‘tócame hasta el alma’, sinceramente, dudo mucho que pueda aplicarse el calificativo de fiesta popular a lo que ocurre en Navarra a partir del 7 de julio.
Y que conste que la crítica de hoy tiene que ver con la actualidad del tema y no con el fondo de las mal llamadas fiestas populares, empezando por la que, como ya he dicho, más cerca me pilla y sobre la que ya dije en otra entrada hace un par de años, tiene otra cara que no puede esconderse.