Es notable la herencia musulmana en España, de la que sobresalen la Alhambra, fortaleza de los emires nazaríes de Granada, y la esbelta Giralda, alminar almohade, de Sevilla. Pero nuestra pertenencia a la civilización cristiana es aún mucho más profunda e influyente en nuestra cultura y costumbres. Comparar los “genes” de nuestra historia, desde las realidades en que han devenido estas civilizaciones, no deja de ser un ejercicio tramposo de historia con el que se quiere magnificar una y denigrar otra. Porque ni el rey Fernando III fue un santo varón inmaculado ni Add Al-Rahmán I un pecador inmoral y asesino, sino personajes con los que la Historia elabora su trama y cuyos actos amalgamaron nuestra rica esencia cultural e idiosincrática. Así se forman y forjan los pueblos.
No hay que restar méritos laudatorios a quien nos recuperó al ámbito cristiano del mundo, pero tampoco desmerecer las aportaciones de un pasado en el que Al-Andalus brillaba con la luz de enciclopedistas como Yusuf Ibn Al-Sayj, historiadores como Ibn Jaldun y filósofos como Ibn Ruso-Averroes. Afortunadamente, España es un mestizaje cultural que, orgullosa de su raíz cristiana, puede hoy albergar una visión comprensiva de las aportaciones civilizatorias de su historia y que le permiten interpretar y afrontar desde el diálogo y la tolerancia los problemas que aquejan al complejo mundo moderno. No en balde, en suelo español, confluyeron y convivieron en tolerancia tres cosmovisiones distintas, la islámica, la judía y la cristiana. Bueno es recordarlo en la celebración del rey cristiano que reconquistó Sevilla cuando, en la actualidad, se mata gratuitamente a causa de la intransigencia y el fanatismo religiosos.