M al nacer fue canijilla, una especie de gollum gris con una pelambrera larga y negra y apenas 2 kilos y medio de peso. Yo había decidido darle el pecho pero a pesar de cargar durante toda mi vida con dos fabulosos cántaros para ese propósito, llegada la hora del gran momentazo de la lactancia materna, resulto que mis pezones se volvieron retráctiles y la cantidad de leche producida cabía en un brick de minizumo. Aún así, lo intentamos. Yo sobrelleve como pude mi frustración y mis dolores y M dejó claro desde el principio como iba a ser su relación con la comida: indiferencia total y absoluta.
M nunca ha tenido ni tiene hambre. De bebé jamás lloraba por hambre, mamar era un puro trámite y la introducción del biberón no le supuso ningún trauma, pasó de él exactamente igual que había pasado de mí. Cuando llegó el momento de los purés y papillas variadas, esa indiferencia mutó en una de hostilidad agresiva que hacía que darle cualquier cosa de comer fuera una una auténtica pesadilla.
Sencillamente no comía, no comía nada. Conseguir que tragara un cuarto de plato de puré suponía una hora de lucha, lágrimas por su parte y la nuestra, y tener que fregar la habitación donde la estuvieras dando de comer porque a pesar de ser canija tenía el superpoder de escupir a velocidades supersónicas alcanzando grandes distancias.
A los 8 meses y completamente desesperados nos enteramos de que M no quería comer porque todo le daba alergia, todo le hacía sentirse mal y ponerse a morir. (esto ya lo conté en este post y no quiero repetirme)
Descubiertas las mil y una alergias de M y confeccionados los menús que eliminaran todos esos productos de su dieta, el tema de la comida no mejoró, de hecho no ha mejorado nunca.
M consigue sacarme de mis casillas con la comida. Nunca tiene hambre, nunca quiere comer y cuando se sienta a la mesa porque no hay más remedio, la ración que toma es la misma que tomaría un niño de 3 años con poca hambre.
Si comiera poquísimo pero con interés y rapidez creo que lo llevaría mejor, pero tampoco. Se sienta a la mesa e inspecciona lo que tiene en el plato. Valora con que ingrediente va a comenzar la negociación:
- ¿Qué es esto?- Pues a lo mejor son jabalíes asados pero yo diría que tienen pinta de guisantes con jamón. - No quiero el jamón. - Te encanta el jamón serrano.- No me encanta, me lo como. - Pues eso, te lo comes. - Si está caliente no me gusta…- Por eso no te preocupes, con lo que tardas en comer estará frio para cuando te lo metas en la boca.
Porque ese es otro tema que me exaspera. Me dejo la piel y la imaginación a cocinar todos los puñeteros días. Soy una gran cocinera y tengo mucho repertorio. No les doy todos los días salchichas con kétchup, ni sopa de sobre, ni congelados. No, me lo curro muchísimo. Y todos los puñeteros días M se toma la comida fría…
Se sienta a la mesa. Inspecciona el plato. Extiende toda la comida por el plato. Coge una ración mínima con el tenedor, tan mínima que es prácticamente imperceptible, se lo lleva a la boca con mucho cuidado, como si el tenedor al chocarle con la lengua fuera a convertirse en una serpiente asesina y posa la comida en la boca. Baja el tenedor y lo deja en el plato. Mira al infinito mientras mastica tann despacio tannn despacio que no te crees que sea posible. M es la única persona del planeta capaz de comerse un gajo de mandarina en 3 mordiscos, si lo hace en menos “le hace bola”. Come las gambas en 3 mordiscos y pincha los garbanzos. Desesperante hasta el infinito.
Cada vez que llega la hora de la comida me tenso mogollón. Sé cómo va a ser el proceso completo y me desespero con antelación. Intento tomármelo con paciencia, con resignación, intento convencerme de que hoy, por fin, será distinto. Que M llegará, se sentará, dirá algo como “Tengo muchísima hambre” y nada más ponerle el plato comerá con alegría, con satisfacción y conseguirá terminar antes de que me entren dudas sobre si se habrá caducado la comida.
Y nunca es así.
Por supuesto para intentar reconducir esta situación he /hemos hecho de todo. Probar con la firmeza, probar con la charla para convencerla, probar a matarla de hambre ( esto fue lo que peor funcionó, de hecho es imposible matar de hambre a alguien que nunca jamás tiene hambre), he/hemos gritado, llorado, cantado canciones, contado cuentos, disfrazado la comida, todo. Ahora mismo, la estrategia que mejor funciona es leer El Hobbit mientras cenan, M sigue tardando eones pero yo consigo no crisparme mientras leo en alto las aventuras de Bilbo y respondo a las mil y una dudas sobre vocabulario: ¿qué es lóbrego? Mamá, se dice “jobbit” o “hobbit”, si es h porque suena a j?
Todo ese sufrimiento y trabajo duro algo ha funcionado. M come de todo, de todo lo que puede comer y lleva una dieta equilibrada. Con esto quiero decir que come verduras, carnes, pescado, legumbres, huevos y pasta y lo considero un triunfo. Creo que gracias a todo lo que hemos peleado, M come muchas cosas, si la hubiéramos dejado a su aire se alimentaría básicamente de cereales.
El desayuno es otra cosa. M adora desayunar, se levanta con un hambre atroz y se sienta en la mesa de la cocina sonriendo y quiere de todo. Toma leche con nesquick, toma dos cuencos de cereales de celiacos, dos tostadas con mantequilla (pero sin mermelada porque no le gusta) y si tiene galletas también. Le flipan los churros de celiacos y los picatostes de pan de celiacos que le hace Molimadre. Verla desayunar es tan maravilloso que muchos días valoro la posibilidad de hacer todas las comidas a base de desayuno..
Hoy es San Huevo frito y es otro día de tregua en la lucha diaria con la comida. Hoy celebramos la tolerancia de M al huevo y lo hacemos tomando huevos fritos con una fuente enorme de patatas fritas en el salón. De postre habrá fresas con muchísima nata, que es el postre favorito de la homenajeada.
Feliz San Huevo Frito.