San Juan, solsticio de verano

Por Negraflor @NegraFlor_Blog

La noche del fuego

Esta noche se celebra la verbena de San Juan.  Se dice que la tradición de encender hogueras en esa noche está relacionada con la celebración del solsticio de verano, cuyo objetivo era encender hogueras para darle más vitalidad al sol, en ese momento en que los días empezaban a hacerse más cortos hasta la llegada del solsticio de invierno.

La proximidad de la verbena de San Juan trae, inevitablemente, la pólvora de los petardos -por lo menos aquí en Catalunya-. Recuerdo que, de pequeña, cuando vivía en una urbanización muy chiquitita, donde todos los vecinos de la calle nos conocíamos, los padres preparaban la hoguera, las madres preparaban los platos, se montaba una mesa larguísima en la calle y cenábamos todos juntos. Después de la cena, se encendía la hoguera, sonaba que algún disc jockey amateur se dedicaba a poner, y nos pasábamos en la calle mientras el cuerpo resistía. Recuerdo aquella época con mucho cariño. Mi verano azul particular.

Me mudé a la ciudad en la preadolescencia, y mi celebración de San Juan, del solsticio, cambió. Cena en casa con mamá, y luego venían mis amigüitas del cole a buscarme, quedábamos con la pandi, y salíamos a tirar petardos, a pesar del pánico que me daban. No lo pasaba nada bien, la verdad. Pero con doce y trece años, una está más preocupada por agradar, por encajar, que por otra cosa. Así que, ¿cómo iba a decir yo que prefería quedarme encerrada en mi casa, huyendo del ruido y la pólvora? No procedía. Y por aquel entonces, mi necesidad de ser aceptada por el grupo era… dejémoslo en que era imperiosa.

Entré en la adolescencia, y mi “rito” de celebración del solsticio volvió a cambiar. Cena rápida sola en casa (por lo general. Mamá también tenía vida, y salía con las amigas), emperifollarse para la ocasión… y a quemar la noche bailando en alguna macrofiesta atestada de gente. Tenía que salir. Era joven (muy joven) y no existía otra forma de divertirse que no fuera bailando desaforadamente toda la noche hasta que nos echaran de la discoteca. Era agotador. Llegaba a casa rendida, y me pasaba todo el día siguiente durmiendo hasta las tantas, para levantarme de la cama a la hora de la sobremesa, me arrastraba cual espectro hasta el comedor, a comer algo (si es que había algo preparado) y reptaba hasta el sofá, donde dormitaba de nuevo hasta la noche… porque si era fin de semana había que volver a salir.

Pero de todo se cansa una. Bueno, no es que una se canse, es que una se echa novio, y entonces empiezan las celebraciones en parejita, cenando de tranquis en algún restaurante-no-demasiado-caro con más parejitas en la misma situación (o sea, empezando, y sin una casa en la que hacer este tipo de cosas); después, una copichuela en algún bar tranquilo, o en algún chiringuito en la playa (en el menos masificado por supuesto); y a dormir a casita a eso de las dos y media o las tres de la madrugada, así el día siguiente se puede aprovechar mínimamente.

Y el summum es cuando tienes tu hogar, tu refugio. Ahí ya te organizas como quieres, te aíslas del mundanal ruido de los petardos, invitas a tus amigos a cenar, y te pasas la noche charlando, bromeando, quizás jugando a algún juego de mesa divertido, bebiendo…

Y mientras tú creces, y evolucionas, el solsticio de verano, la verbena de San Juan, se sigue celebrando, un año tras otro, inexorablemente. Seguirá celebrándose el cambio de las estaciones, seguirán encendiéndose hogueras. Seguirá el fuego siendo fuente de purificación para quien lo necesite.