El barrio de San Luis, en Sevilla, sufre desde hace más de tres décadas los efectos de una especulación urbanística desmedida que no sólo ha transformado el paisaje del barrio, sino también su tejido social.
Gregorio Verdugo / Jesús Rodríguez. SEVILLA.
1.- San Luis, historia de la metamorfosis de un barrio.
2.- Los cimientos para un proceso.
3.- La eclosión de la avaricia.
4.- La cirugía precisa del Plan Urban.
5.- El Surgimiento del fenómeno de los asustaviejas.
6.- El paradigma de la Casa del Pumarejo.
7.- El oscuro papel de la Administración.
8.- Cuando las personas son un problema.
9.- Macasta 3, un bastión de ruina olvidado en una calle nueva.
10.- Más de treinta años después, la casa sin barrer.
San Luis, historia de la metamorfosis de un barrio
En la cara interna de la vieja muralla de la Macarena comienza la zona norte del casco histórico de Sevilla. Es un vasto espacio urbano que se extiende hasta la Alameda de Hércules, en el que el paso del tiempo y el devenir de los hombres han logrado la metamorfosis de viejo núcleo industrial a una de las más preciadas perlas de la ciudad para la especulación urbanística y el enriquecimiento rápido. Por el camino ha quedado el éxodo permanente de una población de origen humilde y obrero que habitaba el barrio desde hace siglos.
El potencial urbanístico de la zona norte del casco histórico de Sevilla ya lo descubrieron los visigodos y almorávides, que desecaron y estrecharon el brazo del río Guadalquivir para ampliar el recinto amurallado. La Alameda era entonces una charca en la parte más baja de la ciudad intramuros conocida como la “Laguna de la peste” por los cauces acuáticos y humanos que en ella confluían y quedaban estancados.
En esta parte abundaban las huertas y pronto comenzó a fraguarse un núcleo industrial en el que predominaban los telares de seda, lana e hilo. La industria textil de la época empleaba mucha mano de obra, por lo que los obreros se fueron asentando alrededor de los talleres y el barrio se impregnó de un carácter especial y singular que ha sido siempre su seña de identidad.
Fue durante la segunda mitad del siglo XVI cuando se realizó la definitiva obra de relleno. El asistente Francisco Zapata utilizó olmos y álamos para la mejor desecación de los terrenos y logró convertir la Alameda de Hércules en el primer paseo público europeo.
A mediados del XIX y principios del XX, la oleada de inmigrantes que llegó a la ciudad se instaló en las cercanías de las nuevas fábricas y talleres de intramuros y el fenómeno hizo que la población de la ciudad se duplicara. El carácter obrero del barrio se consolidó cuando en las décadas de los 50 y 60 los sectores más pudientes despoblaron el casco histórico, atraídos por los nuevos núcleos residenciales de gran prestigio social como Los Remedios.
Este fenómeno estuvo acompañado de otro fuerte desplazamiento de población rural hacia los nuevos polígonos residenciales de la periferia urbana, lo que determinó que a la zona llegasen las personas con menos recursos y posibilidades para habitar la infravivienda junto al modesto vecindario local.
Las industrias se trasladaron a las afueras, donde el suelo era más barato y había mejores accesos por carretera. Esto liberó gran cantidad de solares en las cercanías del centro de la ciudad, por lo que acabó convirtiéndose en un goloso caramelo para la especulación urbanística.
En la década de los 60, las clases obreras todavía se agolpaban en los corrales del norte del casco histórico de Sevilla, donde se encontraba casi el 40% de la población de la ciudad. Pero durante los años posteriores comenzó el abandono de las viviendas colectivas y la zona inició un lento, persistente y progresivo proceso de envejecimiento de la población, potenciado por las populistas políticas de vivienda de la posguerra. La legislación congelaba las rentas, pero no obligaba a los propietarios a efectuar reparaciones, con lo que los dueños preferían dejar que las viviendas se cayeran a pedazos para sacar el máximo beneficio de los alquileres.
De esta manera comenzaba una práctica que se ha extendido hasta nuestros días, sobre todo desde que los propietarios fueron conscientes de que el verdadero valor de la zona no radicaba en los inmuebles y en los alquileres, sino en el suelo que ocupaban, en pleno centro de una ciudad moderna. Era el pistoletazo de salida para un lento y casi invisible proceso de gentrificación, consistente en el desalojo y expulsión de la población originaria de la zona y su sustitución por otra de mayor poder adquisitivo. En el camino quedó buena parte del patrimonio arquitectónico, la diversidad social y la convivencia tradicional del barrio.
Los cimientos para un largo proceso
A mediados de la década de los 70, con la muerte de Franco y la lenta pero imparable disolución de su dictadura, Sevilla comenzaba a despertar del letargo en el que estuvo sumida desde la clausura de la Exposición Iberoamericana de 1929.
Sin embargo, este despertar se encarnaba en una orgía de piqueta que, en menos de 20 años, había destruido casi todo el legado arquitectónico y urbanístico que el último siglo dejó en la ciudad. En esos años, más de 500 edificios de estilo regionalista o modernista fueron derruidos, en su mayoría para construir otros de nueva planta y estética y planteamiento modernos.
La reforma de la ciudad alcanzó todos los barrios, incluso la marginada zona norte del casco antiguo, donde culminó el proceso tras casi 20 años. En julio de 1977, el Pleno del Ayuntamiento declaró su intención de intervenir en la ordenación urbanística de la Alameda de Hércules y su entorno, a través de la aprobación del Plan Especial de Renovación Urbana sobre el sector.
El proyecto de urbanización se sustentaba en cuatro pilares maestros: el derribo de la mayoría de los edificios del paseo y su sustitución por bloques de pisos homogéneos de cinco plantas; el ensanchado de la calle Calatrava, con el derribo del flanco occidental; la reordenación del paseo y de la arboleda, y, por último, la construcción de un gran aparcamiento subterráneo bajo la Alameda.
Ibán Díaz, profesor universitario especialista en Geografía Social
El Plan al completo y, dentro de éste, el proyecto de parking provocaron el rechazo de la población del barrio, a la que se sumaron varios partidos políticos, el Colegio de Arquitectos y el estudio de arquitectos Argüelles. Entre todos presentaron numerosas alegaciones al proyecto de reforma de la zona, unas denunciando aspectos formales y otras haciendo hincapié en el carácter “ilegítimo” de un Ayuntamiento que no había sido elegido de forma democrática, algo que pesaba bastante en la opinión pública dado el momento de transición política por el que atravesaba España.
Buscando la “gestión ciudadana” del ordenamiento de la ciudad, el Colegio de Arquitectos emprendió un concurso de ideas que se falló en abril de 1978, tras la presentación de ocho propuestas distintas. Al mismo tiempo, se desarrollaron otras iniciativas como la producción de una película documental sobre la Alameda. La intención era que la película suscitara un debate ciudadano acerca de la intervención urbanística por parte del Ayuntamiento, y para ello se pretendía contar con las posturas de todos los colectivos sociales implicados, aunque el Gobierno municipal se negó a participar.
Esta reacción ciudadana a la reforma del barrio, bajo el lema “Salvar la Alameda”, supuso el germen de toda la lucha contra la intervención externa en la urbanización del barrio, una resistencia que alcanzó su apogeo durante la década de 1990, con la celebración de la Exposición Universal de 1992 y la aprobación y posterior aplicación del Plan Urban.
La apertura democrática de la década de los 80 no sólo no impidió que la Alameda sufriera una presión urbanística, sino que ésta se acrecentó y se expandió al resto de la zona norte del Casco Antiguo, desde San Gil hasta San Julián y los Jardines del Valle, que lindan con la muralla.
En los años previos a la eclosión urbanística que supuso la celebración de la Exposición Universal de 1992, era tal el nivel de abandono al que las instituciones tenían sometido a la Alameda que los habitantes del barrio recibieron como agua de mayo el anuncio de una inversión pública de 1,5 billones de pesetas (9.000 millones de euros) para transformar y desarrollar Sevilla ante el evento expositivo. Los vecinos esperaban que estos fondos sirvieran para recuperar el paseo y todo su entorno, ubicados a pocos pasos de una de las entradas al recinto de la Expo 92, en la Isla de la Cartuja.
No obstante, esta cercanía del barrio con la nueva ciudad resultaba chocante, debido a que en 1987 la Alameda seguía constituyendo uno de los centros del lumpen de Sevilla, en pleno Casco Histórico de una ciudad que el 92 iba a presentar como la metrópolis más vanguardista del mundo.
Ibán Díaz, profesor universitario especialista en Geografía Social, relata cómo durante aquellos años se produjo “una intensificación de la presión policial sobre la zona, con un aumento de las redadas y el cierre de prostíbulos y casas ocupadas”. Este control de las fuerzas de seguridad en el lugar se ha prolongado hasta la actualidad, y es un problema que sigue denunciando buena parte de la población sevillana. Gabriel Báez, vicegerente de Urbanismo, reconoce que, en ocasiones, “la actuación policial es desmedida”, si bien considera que “no responde a la presión vecinal de la nueva pequeña burguesía que ha tomado la Alameda”, sino a “la necesidad de controlar la concentración de botellones” en el barrio.
No obstante, Díaz afirma que la actuación de las autoridades respondería a un proceso para “amoldar el sitio a los intereses de los inmobiliarios”, ya que “para crear un espacio exitoso urbanísticamente, la Administración debe hacerlo seguro primero, por lo que la intervención policial ha sido una pieza fundamental”.
Tras la clausura de la Exposición, los presupuestos inflados, las obras mal planificadas y los casos de corrupción hicieron que los millones se desvanecieran, y con ellos las esperanzas de los ciudadanos. Parecía que al barrio se le escapaba una nueva oportunidad de resurgir de la miseria en que se encontraba anclado, y que otra vez iba a quedar relegado al olvido, aunque realmente comenzaba a estar más visible que nunca.
La Expo había dejado dos legados. Uno de ellos era, precisamente, el olvido, pero sobre el recinto donde se celebró y en el patrimonio que en él yacía, inerte desde entonces. El otro supuso el inicio de la especulación sobre el suelo de toda Sevilla, especialmente el céntrico y el más cercano a la Isla de la Cartuja. La zona norte del Casco Histórico cumplía ambos requisitos, por lo que no tardó en convertirse en el objetivo primordial de inmobiliarias y constructoras atraídas por los precios bajos de un barrio deprimido.
La cirugía precisa del Plan Urban
En 1994, con el país inmerso en la recesión económica y la resaca de la Expo aún presente, la Gerencia de Urbanismo del Ayuntamiento de Sevilla presentó en Bruselas un proyecto para someter al sector nororiental del Casco Antiguo -la zona de Alameda-San Luis- a una reforma urbanística bajo la batuta del programa comunitario Urban. La Administración europea aceptó la propuesta y procedió a financiar el 70% de los 2.430 millones de pesetas (14,6 millones de euros) con que se dotó al plan.
La iniciativa de la UE tenía como objetivo primordial que los barrios beneficiados por estos planes recuperaran su tejido humano y económico, habitualmente deprimidos, pero siempre respetando la geografía social del barrio y considerando el plano urbanístico como secundario y complementario. No obstante, en la propuesta del Ayuntamiento de Sevilla había una preocupación especial no sólo por la reforma de las infraestructuras urbanas de la zona sino por la rehabilitación de edificios concretos.
Al finalizar las actuaciones, la mayor parte de los presupuestos del plan (62%) se había dedicado a las intervenciones urbanísticas y de infraestructuras, mientras que el 29% había financiado programas sociales y de formación y sólo un 9% había tenido como destino la actuación sobre el tejido económico y la evaluación y asistencia técnica del programa.
La incidencia del plan en el aspecto urbano, especialmente en los inmuebles, tuvo como consecuencia un resurgimiento de la imagen del barrio, algo que, unido a las actuaciones de los años previos a la Expo, atrajo la atención de la población externa. Ibán Díaz habla de la importancia de estas intervenciones, especialmente de las realizadas en los denominados “edificios emblema” o monumentales -como el Palacio de las Sirenas, el de los Marqueses de la Algaba o la nave Singer-, “que se rehabilitaron para acoger actividad de la Administración y cumplieron el papel de llamar la atención sobre la zona, de expresar que la Administración la tenía en cuenta y quería intervenir aquí con la esperanza de contagiar a ese sector privado, que es el que tenía que invertir definitivamente sobre el mercado de la vivienda”.
Gabriel Báez considera que el Urban “sirvió de más bien poco y no se desarrolló convenientemente”. A su juicio, “había cosas que tenía que haber cogido con más contundencia, como la rehabilitación de viviendas particulares en toda la zona de San Luis-Alameda”. De hecho, para José Chamizo, Defensor del Pueblo Andaluz, “el problema es cuando tú en el plan no controlas la picaresca que pueda surgir” de la aplicación de esos fondos sobre el urbanismo de un sector, porque, según confesó, conoce “sitios donde un barrio se ha arreglado gracias al Urban y otros donde ha servido para que los especuladores entren, y eso es una mala gestión del plan”.
El reclamo que desencadenó la inversión privada fue el incremento del valor del suelo de un barrio tradicionalmente deprimido y poco cotizado. Esto vino acompañado del interés por incentivar la economía, que se realizó, según Díaz, a través de “la creación de un cierto circuito de ocio nocturno y la potenciación de un tipo de comercio para un público de nivel cultural alto y determinado sentido del gusto, aunque no necesariamente con un poder adquisitivo elevado”. Ibán destaca que bastaba que “la gente dijera en la Delegación de Medio Ambiente que quería abrir un negocio en San Luis o la Alameda para conseguir el permiso correspondiente con total facilidad”.
El desequilibrio entre la actuación del plan Urban en el ámbito urbanístico -secundario, según el planteamiento de la UE- y en el del tejido social conllevó la puesta en marcha de un proceso de gentrificación en el barrio. Como explica Ibán Díaz, la gentrificación se produce “cuando clases medias y altas comienzan a habitar un barrio tradicionalmente obrero y, como consecuencia, expulsan a la población originaria, de manera que cambia por completo el carácter social y arquitectónico de ese barrio”.
Ángel Monje, director de la Oficina Técnica de Asesoramiento al Inquilino en Situación de Abuso (OTAINSA) de la Gerencia de Urbanismo de Sevilla, afirma que una de las causas principales de un proceso de gentrificación es “la inyección de una gran cantidad de dinero público en un espacio reducido y en un tiempo limitado”, algo que conlleva que “la gente comience a querer vivir en sitios deprimidos, porque empieza a dárseles vida”.
Ángel Abascal, propietario de un edificio en la calle Macasta y expedientado por OTAINSA por acoso inmobiliario, considera “afortunado” este proceso porque “la evolución ha sido muy positiva, el barrio está mejorando porque han quedado unas casas muy bonitas y la gente lo está cuidando”, frente a la situación anterior, cuando “en una casa que tenía mi padre había 16 inquilinos y en dos habitaciones vivían familias con tres o cuatro hijos y tenían servicios comunes”.
Por su parte, Gabriel Báez coincide con Ángel Monje al señalar la “presión urbanística” sobre un espacio “barato y degradado” como causa de esta expulsión de los vecinos de su barrio, y Chamizo no duda en hablar de “especulación pura y dura” para referirse a este proceso. El Defensor asegura que “el tejido social se ha roto”, principalmente porque “en Triana y la Alameda se han destruido los corrales de vecinos y allí han empezado a vivir los yuppies”.
Sin embargo, esta coincidencia sobre las causas de la gentrificación se disuelve cuando llega el momento de hablar de la responsabilidad de uno de los agentes que participa directamente: la Administración. Báez considera que “es un proceso inevitable”, independiente de la acción de los poderes públicos, y reduce las posibles acciones de los ayuntamientos a “rehabilitar edificios o construir viviendas sociales”, pero Ángel Monje, compañero suyo en la Gerencia, se opone a que la Administración esté maniatada ante este problema. “La Administración tiene muchos mecanismos para rehabilitar las ciudades, uno de ellos es la compra de edificios que hay en los barrios, antes de que lo hagan los particulares”, afirma al tiempo que reconoce que “no adquirir patrimonio ha sido uno de los errores”, porque “se han invertido muchos millones a cambio de nada, y simplemente se ha promovido la entrada de gente rica y la expulsión de la población originaria”.
Es una crítica que comparte José Chamizo, quien asegura que la gentrificación en la Alameda y San Luis es una consecuencia de “la mala gestión del plan Urban” y de la “creencia de que la marginalidad de un barrio se soluciona construyendo grandes superficies, cuando hacen falta otras cosas”. El Defensor incluso va un paso más allá y afirma que “la Administración debe salvaguardar que haya barrio, que haya pueblo, que es más importante que la propiedad privada”.
El surgimiento del fenómeno de los asustaviejas
A finales de la década de los 90, bajo el abrigo de la recuperación económica, el negocio de la construcción y la compra-venta de inmuebles surgía y crecía de forma acelerada, no sólo en el extrarradio y el área metropolitana de las grandes ciudades, sino también en algunos cascos antiguos.
La recuperación del entramado urbano y económico y, sobre todo, la rehabilitación de los edificios emblema del barrio gracias a la aplicación del plan Urban hicieron que la iniciativa privada comenzara a poner sus miras en el sector. Antes de la aplicación del programa de reforma, el Ayuntamiento de Sevilla estimaba que, al menos, un 20% del caserío del sector se encontraba en mal estado y unas 50 viviendas estaban declaradas en situación de ruina y necesitaban una rehabilitación urgente.
Las mala situación de los inmuebles tenía como causa directa que las viviendas estaban destinadas preponderantemente al alquiler, ante una población que, desde los años de la posguerra, había sido de carácter obrero. De este modo, las personas que llegan al barrio con intención de adquirir patrimonio se encuentran con una gran cantidad de inmuebles ocupados por arrendatarios de renta antigua, que es como se conoce a los inquilinos que gozan de contratos regidos por la legislación anterior a la actual, de 1985, que incluye, entre otras cláusulas, la obligación de los dueños de reparar los edificios en mal estado.
La repentina llegada de numerosos inversores y compradores, coincidiendo con el boom inmobiliario, ofrecía a los propietarios una oportunidad de deshacerse de inmuebles ruinosos que, de otra manera, apenas producirían beneficios, dado el bajo precio de las rentas antiguas. A partir de ese momento, se produjo una escalada en los precios de los edificios, auspiciada por el deseo de las constructoras e inmobiliarias por conseguir amplios y rápidos beneficios al menor costo posible. Como resume de manera casi gráfica Miguel Macías, portavoz de la Liga de Inquilinos ‘La Corriente’, grupo de personas que vive de alquiler y que se unen para defenderse mejor, “aquí ponías un cartel de ‘Se vende’ en una casa vieja del Centro y lo quitaban a las pocas horas”.
Esta carrera sin freno desembocó en poco tiempo en prácticas de compra y venta que rozaban la ilegalidad. Entre ellas, la más destacada por su impacto social es la compra de inmuebles con inquilinos de renta antigua dentro, a los cuales los propietarios sometían a una presión constante para que se fueran y renunciaran a sus derechos. Las empresas que se dedicaron a practicar el acoso inmobiliario eran, en palabras de Macías, “ésas que insertaban anuncios en los periódicos en los cuales se podía leer ‘Compramos pisos con inquilinos’”, en su opinión un tipo de personas “que no tienen escrúpulos ni estómago”.
Ángel Monje relata que este tipo de especuladores, conocidos como ‘asustaviejas’ en ciudades como Cádiz, son “propietarios que no llegan a aceptar la situación jurídica y por tanto utilizan distintas estrategias” para conseguir la expulsión de los inquilinos, como el engaño respecto a las condiciones de los contratos, el destrozo premeditado del edificio, el dejar a los inquilinos sin suministro de luz o agua e, incluso, como confiesa José Chamizo, “llevar personas, previamente pagadas, para que molesten a los inquilinos”, lo que provoca situaciones “de gente que no ha querido salir de su casa por miedo a que entrara alguien en nombre del propietario”.
David Gómez, portavoz de la Plataforma por la Casa del Pumarejo, afirma que “llegó un momento en que era tal el aluvión de gente afectada por la gentrificación en el barrio, y tenían tan pocos sitios en los que recibir apoyo, que no dábamos abasto y surgió la Plataforma de Inquilinos Amenazados para tramitar todos estos casos”. Un año más tarde, esta plataforma se convirtió en la Liga de Inquilinos ‘La Corriente’.
El paradigma de la Casa del Pumarejo
La plaza del Pumarejo se abre en el corazón del laberinto de callejuelas que es el barrio de San Luis. Una de las fachadas de la plazoleta, la más antigua, es la de la Casa del Pumarejo, un palacio del siglo XVIII construido por el conde don Pedro Pumarejo, de quien recibe su nombre. La casa tuvo la condición de palacete hasta el siglo XIX, cuando se convirtió en Colegio de los Niños Toribios y, más tarde, en 1883, se reformó como casa de vecinos.
La planta alta del Palacio fue dividida en diferentes viviendas, de las cuales hoy están ocupadas nueve, mientras que la planta baja comenzó a albergar locales comerciales y talleres artesanales. A pesar de esta reforma, la estructura y la decoración originales de la Casa no se han modificado, aunque sí han sufrido un deterioro importante como consecuencia del abondono al que la han sometido los sucesivos dueños.
A finales del siglo XX, la Casa del Pumarejo se la repartían dos propietarios. Uno de ellos era la cadena hotelera Quo Hoteles, que pretendía construir un hotel de lujo en el edificio. No obstante, contaba con la oposición de los vecinos, que denunciaron que los propietarios habían realizado prácticas de acoso inmobiliario. A partir de entonces se inició una lucha vecinal para impedir la demolición del Palacio, que culminó con su catalogación como Bien de Interés Cultural (BIC) en 2003 y como Servicio de Interés Público y Social en el PGOU de 2006. Poco después, la Junta de Andalucía lo inscribió en el Catálogo de Edificios Históricos de la ciudad, lo que significaba que quedaba protegido ante una demolición o modificación y sólo podía rehabilitarse.
Ante el incumplimiento reiterado del deber de conservación por parte de los propietarios, la Gerencia de Urbanismo les ordenó conservar el edificio como estipula la Ley de 1985, porque, según Gabriel Báez, “se estaba derruyendo y en peligro inminente de ruina”. Tras incumplir la orden, la Gerencia decidió tramitar un expediente de expropiación que se inició en 2006. Se llegó a un acuerdo con uno de los propietarios, según el cual la Gerencia le cedió unos terrenos y la edificabilidad de los mismos a cambio del 50% de la propiedad del Palacio.
Sin embargo, con Quo Hoteles no se llegó a acuerdo alguno, por lo que se prosiguió con el proceso de expropiación, que ha durado, en palabras de Báez, “hasta hace poco, cuando ya por fin Quo Hoteles accedió a negociar un justiprecio sin necesidad de acudir a la Comisión Provincial de Valoraciones, evitando así que este organismo lo dictara con valores de mercado actuales, mucho más bajo que el que Quo Hoteles pedía”. De esta manera, la compra del edificio se pactó en tres pagos, de los que sólo queda pendiente de cobro el segundo, junto con una parte del I.V.A., pagos que está previsto cubrir con partidas de los Presupuestos de este año. Hasta entonces, según Báez, “no dispondremos del 100% de la propiedad de la Casa del Pumarejo”.
A día de hoy, la Gerencia ha acometido unas primeras obras de urgencia consistentes en apuntalamientos, sustitución de alcantarillados y bajantes de agua, entre otras menores. Junto a éstas, se ha redactado el proyecto de rehabilitación del Palacio, que cuenta con el visto bueno de la Junta de Andalucía. Según Báez, el Ayuntamiento tiene “liberadas unas partidas para empezar a licitar la obra y rehabilitar el edificio”. Sin embargo, David Gómez sostiene que este dinero “se lo han gastado en el incremento de presupuesto que suponen las setas de la Encarnación”, porque “lo del Pumarejo es una cosa que viste menos y corre más prisa quitarse de en medio las setas y conseguir inaugurarlas antes de las elecciones”.
Miguel Macías, portavoz de la Liga de Inquilinos "La corriente"
A pesar de estas declaraciones, en la Gerencia insisten en que la rehabilitación no se ha llevado a cabo aún porque “todavía no somos los dueños del Palacio, sólo del 50%, y el otro propietario no nos permite entrar al edificio”. Báez afirma que “estamos a la espera de que se aprueben los Presupuestos, para pagar al propietario y empezar el realojo y luego la rehabilitación integral”.
Otra visión es la que tienen los miembros de la Plataforma por la Casa del Pumarejo, que consideran que hay “dos escollos que le queda por tragar” al Ayuntamiento. El primero, dice Gómez, es que las vecinas piden ser realojadas en la zona y “todas juntas, a ser posible”, porque “no quieren ser desperdigadas mientras dure la obra, que pueden ser dos o tres años”. Según confesión de una de las vecinas, “lo que no queremos es salir del barrio; no es que quiera quedarme aquí mismo, a mí me da igual, pero en el barrio, no en las nuevas barriadas”.
Ante la ausencia de viviendas nuevas y de solares en el barrio que alega la Gerencia de Urbanismo, David Gómez reclama que “se alquilen pisos ex profeso”, algo a lo que Ángel Monje se niega. “¿Va a alquilar el Ayuntamiento pisos nuevos por 1.000 euros al mes durante dos años?”, se pregunta el jefe de OTAINSA, que acusa a los miembros de la Plataforma de haberse “colado por la cara en un espacio que ya es parte del Ayuntamiento” y de utilizar a “las señoras mayores como adorno, las pasean”, ya que “nunca se puede hablar con ellas a solas”. Gabriel Báez incide en que “hay que realojarlas donde haya viviendas disponibles, pero no podemos alquilar viviendas, porque la situación económica de la Gerencia es mala, con un 40% menos de ingresos que el año anterior”.
El segundo de los obstáculos de los que habla Gómez es el modelo de gestión del Palacio, una vez rehabilitado. Según el portavoz de la Plataforma, “estamos insistiendo ante el Ayuntamiento en que no queremos un centro cívico más al uso, que dan un servicio que está muy bien que se dé, pero aquí quisiéramos vislumbrar otro tipo de equipamiento que se da en otras ciudades y que al Ayuntamiento parece que todavía le cuesta admitir que sea posible”.
Esta posibilidad consistiría de la cesión del local de titularidad pública a una serie de colectivos que lo gestionaran y que, cada cierto tiempo, dieran cuenta de para qué lo usan. En palabras de Gómez, “se presentaría un informe de las actividades habidas, no se le cerraría el paso a nadie y las decisiones se tomarían democráticamente”. Según explica, esta práctica no es nueva, pues “la Junta y el Ayuntamiento tienen locales que están cedidos a entidades ciudadanas por un precio simbólico al año”, porque “si una ONG o entidad ciudadana hacen un bien a la sociedad, pues se ceden a un precio simbólico y con unas condiciones”.
Fuentes municipales aseguran que no debe haber una gestión compartida porque la Administración es el propietario y es quien debe gestionar. Para eso, aseguran, existe el Consejo Municipal de Vivienda, integrado por los tres partidos políticos con representación en el Consistorio y más de 20 asociaciones de todo tipo, y es el instrumento adecuado para gestionar un parque social de vivienda. Es allí donde se estudia cada uno de los casos con sus condiciones particulares y donde se decide a quién se le otorga la vivienda. Estas mismas fuentes manifiestan que en este Consejo está representada también la Plataforma por la Casa del Pumarejo, por lo que no es de recibo alegar que no hay transparencia.
La situación actual es de estancamiento total en las negociaciones. Según David Gómez, “va a hacer un año que se interrumpieron las reuniones; hemos metido muchos escritos, tantos que haremos una quema simbólica de los que tenemos, una nit del foc”. Siguen reivindicando “firmar un convenio para que todo este tipo de cuestiones queden recogidas por escrito”, algo que, según manifiesta, ya les sugirió el propio Ayuntamiento hace cuatro años, aunque entonces “fue un poco antes de las últimas elecciones municipales y quizá eso tuvo algo que ver”. Tanta dilación los confunde porque Gómez confiesa no saber “si están buscando que nos aburramos, que las vecinas mayores terminen pasando a mejor vida… no sabemos”.
En la Gerencia vislumbran que la Plataforma tiene otras intenciones. Gabriel Báez afirma que “son muy pesados, o eso o es que tienen otro tipo de intereses, como seguir dando la batalla diciendo que la Administración se despreocupa de ellos”. Comparte esta postura Ángel Monje cuando asegura que “los ocupantes de allí dicen que no se puede hacer la desocupación, que hay que rehabilitarlo por fases para no irse; aquí hay intereses que se entremezclan”.
El futuro que Urbanismo tiene previsto para la Casa del Pumarejo, una vez que sea propiedad del Ayuntamiento y se haya rehabilitado, es que “pase a formar parte del Parque Social de Vivienda de OTAINSA”, como anuncia Báez. Además, contempla “la ampliación del número de viviendas a 20, la conservación de los 17 locales comerciales y el realojo de los inquilinas en la zona”.
El oscuro papel de la Administración
Entre tantas posturas, lo que menos claro queda es el papel que debe desempeñar la Administración en este problema. José Chamizo es contundente al respecto, cuando afirma que “a veces nos quitamos el tema de encima diciendo que es una cuestión entre particulares y el derecho a la vivienda es un derecho constitucional”. En su opinión, “la Administración lo que tiene que hacer es cumplir la Ley, y ésta va en la dirección de defender al inquilino que está cumpliendo y mantenerlo en condiciones de dignidad”. Si el propietario no puede arreglar los inmuebles, “debe ser la Administración, de forma subsidiaria, quien resuelva esta situación”.
Para Ibán Díaz, la responsabilidad de la Administración es fundamental, “porque llevaba intentando meterle mano a esta zona desde la década de los 70, lo que pasa es que las tácticas han cambiado bastante”. Al principio, se tiraban barrios enteros y se construían manzanas y bloques nuevos, pero no llegó a más “porque la capacidad de la Administración era poca en ese momento”. Al final fueron los planes de protección los que actuaron, sobre todo en los 90, “e hicieron que se construyeran nuevos bloques, nuevas calles, se tiraron muchísimas casas, en definitiva, se aireó el barrio”.
Sin embargo, la dejadez de las instituciones está presente en las denuncias de todas las fuentes ciudadanas consultadas. David Gómez declara que “el descuido del Ayuntamiento tiene más que ver con la desidia y la lentitud de cualquier Administración a la hora de acometer unas actuaciones como éstas”, porque “muchas veces, para funcionar se necesita que se caiga una viga y entonces es cuando vienen y actúan”.
Ángel Monje, Director de la Oficina Técnica de Asesoramiento al Inquilino en situación de Abuso (OTAINSA)