El romántico San Valentín oculta una cara perversa que se manifiesta en esas personas que no dudan en tratar con violencia y hasta en asesinar a sus parejas o exparejas cuando estas deciden dejar de ser una pertenencia más, sometida a humillaciones, de quienes decían amarlas, para asumir su identidad como mujeres, con voluntad propia, derechos y dignidad. Cuando, hartas de afrentas físicas y verbales, optan por no ser meros objetos y escapar del capricho de un varón que las domina para ser dueñas de sí mismas y asir las riendas de su existencia. No son pocas las que soportan esta situación. Ya, en este segundo y más breve mes del año, que tanta ternura despierta a través de una publicidad empalagosa, se elevan a diez las mujeres muertas, asesinadas a manos de una violencia machista que hace del hogar un infierno para la convivencia familiar y un peligro para cualquier mujer considerada una posesión por su novio, marido o pareja.
Los jóvenes muertos en Reus (él acabó tirándose por el balcón) no encarnan una versión moderna de Romeo y Julieta, sino que representan el drama insoportable que sufren las mujeres por ser mujeres y relacionarse con hombres que aseguran amarlas mientras consientan ser sumidas y estar oprimidas bajo su voluntad, cual objetos de su propiedad. Esos chicos no encarnaban el amor, sino que fueron el resultado de una enfermedad letal que corroe nuestra sociedad y que se manifiesta con esa violencia doméstica que ejerce el hombre contra la mujer. Representan el rostro perverso de un San Valentín feminicida.