Sangrado postamigdalectomía

Publicado el 28 enero 2018 por Elarien
Suena el busca, al principio no sé ni lo qué es, ni donde estoy. Estoy dormida y no es un sueño, ojalá. Miro la pantalla. El identificador dice Pediatría. Con un poco de suerte solo es una duda. Contesto (o lo intento).
-Perdona que te moleste a estas horas, oigo al otro lado de la línea, pero ha venido por sangrado una niña que operasteis de amígdalas hace 10 días. La he mirado y sangra muy poquito así que no creo que haga falta que vengas. Te llamo para saber qué hago.
¿Hacer? Salvo cruzar los dedos y rezar para que pare, la pediatra no puede hacer más. No me libro, si hay sangrado activo, por pequeño que sea, y a pesar de toda la buena voluntad de la pediatra, me toca ir. Ya me gustaría que fuese de otro modo.
-De momento cógele una vía y pásale una ampolla de Anchafibrim (un fármaco para estabilizar el coágulo, a ver si funciona). Voy para allá.
Miro la hora. La medianoche quedó atrás hace un rato. Mientras me visto hago memoria. Recuerdo el caso, una chiquilla de cinco años pequeña para su edad y delgada como un pajarito. A la pobre le costaba respirar, así que lo de tragar era casi una quimera.
La cirugía fue bien, no hubo sangrado ni más problema que el mareo de la estudiante de Medicina. Hacía calor en quirófano. La instrumentista hizo gala de reflejos y agarró a la alumna al vuelo antes de que se estrellase contra el suelo. Esos mareos no son algo raro, sobre todo al principio, yo misma me mareé la primera vez que entré a un quirófano, y me pasó lo mismo cuando operaron a mi abuelo. Con el tiempo se hace callo.
Una hemorragia diez días después es algo imposible de prevenir durante la cirugía. El problema no está en la técnica sino en la cicatrización. Las costras se caen y si los vasos aún no se han decidido a cerrarse del todo aparece el problema. En adultos, con vasos más gruesos y rígidos, es más frecuente. En los niños es casi excepcional, pero solo casi.
Cuando llego al hospital la niña ha dejado de sangrar. Son buenas noticias, reintervenir un lecho en plena fase cicatricial es una merienda de negros, los tejidos están granulando y se deshacen al tocarlos; según se arregla un punto empieza a sangrar por otro lado. Es desesperante. Se tarda más en revisar, quemar y suturar que en la cirugía original.
De repente la pequeña tiene una arcada y vomita. La batea se llena de sangre fresca y coagulada, también hay una parte de sangre digerida, oscura, en posos de café. El padre mantiene el tipo de manera asombrosa. La niña también. Ver a los padres asustados no ayuda, aunque controlar la angustia ante un hijo que sangra tiene mucho mérito.
Con semejante vómito no me extrañaría que el vaso se hubiese abierto de nuevo. La pequeña me enseña la boca de nuevo sin rechistar. El vómito ha limpiado parte de los coágulos que aún quedaban en la faringe, pero no hay sangrado.
Es casi la una y media de la madrugada. Dejamos a la criatura en una cama en observación y me subo al despacho a ver si puedo dormir algo en el sofá (todo un avance, antes teníamos que mendigar una litera de residente, así que el sofá del despacho es un lujo). Decido no volver a casa, no es sensato, si no opero a la niña conviene que me quede cerca por si sangra de nuevo. En ese caso ya no habría más oportunidades, es quirófano sí o sí.
Me cuesta conciliar el sueño; estoy preocupada y desvelada, una mala combinación. Para colmo, hay una máquina que hace un ruido infernal, o eso me parece. Cierro los ojos y me quedo, quieta quizá si dejo de dar vueltas, me dormiré. Finalmente caigo. A las siete abro el ojo, no me han llamado, es buena señal.
Mi aspecto de recién levantada es lamentable, peor aún que el de casa. Menos mal que House, antes de salir, me hizo coger los básicos de aseo. Le extrañó que entre los básicos incluyese el corrector, pero tengo que pasar consulta y no voy a causar muy buena impresión a mis pacientes con ojos de zombi. El pintalabios es otro básico, pero ese no le sorprendió, cualquiera que me conozca sabe que lo considero imprescindible. Es lo primero que me aplico antes de salir del despacho para encaminarme a la consulta.
Afortunadamente, no me cruzo con nadie. A esa hora, los pasillos están desiertos. Asalto el armario de los tentempiés de media mañana. Unos nevaditos de desayuno, sienta bien algo dulce, mucho café (que no me gusta, soy de té, pero esta vez es por necesidad) y un paso por el aseo consiguen que mi apariencia deje de dar miedo. Me acerco a la urgencia a ver a mi paciente. Sigue dormida y bien. El siguiente paso es probar a darle algo de comer.
Aunque la madre desea dejar a su hija en el hospital hasta que se caiga la última costra, la convencemos de que es mejor irse a casa, menos traumático para la chiquilla y con menos riesgo de acabar con gripe o con cualquier otro virus. El hospital está a tope de pacientes respiratorios.
Durante una semana la niña está en su casa sin sangrar ni una gota. Todo parece ir bien, los padres respiran tranquilos, piensan en llevarla al colegio. Sin embargo, las amígdalas son traicioneras, y en esta ocasión deciden repetir el susto tras esos nuevos siete días. Esta vez el sangrado es mínimo y breve, aunque a la pequeña le toca repetir la noche de estancia en el hospital. ¡Ufff! Con esta niña no va a haber tranquilidad hasta que termine de cicatrizar.
Pasa otra semana. La chiquilla no vuelve a urgencias. Unos días más tarde la veo en la revisión. Está bien: oye mejor, come mejor, duerme mejor... La cirugía le hacía mucha falta. Compruebo que la faringe ha cicatrizado. Todo está en orden, parece que el susto ha pasado.