Solo los reyes pueden permitirse el lujo de no tener pasado. A ningún súbdito de la antigüedad se le hubiese pasado por la cabeza indagar acerca de los orígenes de su soberano, representación humana de la mismísima divinidad. Para eso está la mitología, crónica exacta de toda teogénesis. Reconocer que los dioses poseen una biografía identificable supone -por lógica escolástica- anular de ipso facto el atributo divino de la eternidad. Todo ser que posee origen, ombligo, progenitores, es lógico que él mismo esté sometido a la contingencia de la finitud. Y si no es eterno, ¿qué lo distingue del resto de mortales? ¿Para qué nos sirve?
La modernidad ilustrada, azote de supersticiones y demás neurosis colectivas, zanjó el asunto acerca de la supuesta divinidad de los reyes, afirmando que, pese a la fanfarria teatral que les acompaña y el sustrato espiritual que alimenta su prestigio consuetudinario, son llanamente seres vivos pluricelulares, mamíferos a su pesar, racionales algunos, como todo hijo de vecina. De ahí que puedan y deban ser sometidos al escrutinio y análisis crítico del pueblo, sin temer con ello ser castigados por el fuego eterno. Esta degradación de la soberanía dentro del orden social produjo en Europa la sustitución del sistema monárquico por el parlamentario o representativo. A partir de entonces, todo aquel que quisiera obtener la legitimación del poder político era, sin necesidad de testeos medievales, considerado un ser humano, falible y recambiable, un funcionario al servicio del bien público.
Los estadounidenses, pese a ser los promotores primigenios de la democracia moderna, parecen añorar las virtudes de la monarquía de la vieja Europa. No están muy convencidos de que Obama, la esperanza negra de la América blanca, líder del mundo libre, sea realmente un americano cien por cien añejo y le han demandado la partida de nacimiento. Por si las moscas. La oposición, en busca de su asiento, azuza a la opinión pública, alentando en el pueblo la sospecha de que su presidente quizá sea un keniano disfrazado de patriota. Obama, astuto y diligente, se ha abierto las venas y ha demostrado a su amada ciudadanía que su sangre es tan azulada como el cielo estrellado de su bandera.
Lo que no acabo de comprender -o lo comprendo pero me deja perplejo- es que Obama haya omitido ante los medios su segundo nombre, Hussein (en homenaje a la confesión religiosa de su padre). Es evidente que Estados Unidos está preparado para acoger con los brazos abiertos como presidente a un negro, pero lo de musulmán, eso es pasarse tres pueblos. Dios es Dios y Alá, un sucedáneo, placebo de infieles. La América post Bush se disfraza de ilustrada, pero persiste en ella el atavismo de un cesarismo racial.
Ramón Besonías Román