Con esa prosa golfa que Cerdán ya ha hecho tan suya, el lector puede disponerse a disfrutar, pero será sorprendido de nuevo, porque esta vez el orden capitular ha sido alterado como si le hubieran encargado la corrección del manuscrito a un yonqui en plena abstinencia. Eso sí, esas disrupciones numéricas no afectan a lo argumental, sobre todo si el lector es hábil a la hora de apreciar las elipsis y los saltos temporales, vamos, nada que no sepamos reconocer tras más de cien años de cine.
Al Perrolobo le toca, como siempre, bailar con la más fea, vengarse del clan que le encerró, recuperar la droga que su jefe nunca vio, y hacerlo con intereses, e intentar acercarse a un hijo al que no sabe si será capaz de llegar. Eso sin olvidar que es necesario reorganizar a la banda, y engolosinarla con la promesa de un golpe final, el golpe con mayúsculas que los saque para siempre de la cloaca en la que han tenido que sobrevivir.
Complicado, la verdad es que sí, pero Claudio Cerdán es un tipo especial, y para rizar el rizo no se le ocurre otra cosa que desatar un apocalipsis zombi en mitad del golpe. Antes de que los alérgicos a los muertos vivientes (entre los que me incluyo) se lleven las manos a la cabeza, hay que decir que el disparate enriquece tanto la trama como la narración, hace que el ritmo y la diversión aumenten hasta el delirio gracias a un lenguaje canalla y tan descarnado como los propios caminantes, sin olvidar la aparición de un peculiar artista que merecería él solito la producción de una novela propia. El acoso que sufre la banda es digno del mejor celuloide del género, los callejones sin salida se suceden sin descanso, hasta que llegan los momentos en los que ya no se puede dar un paso atrás. La sombra que se cierne sobre el Perrolobo y los suyos es cada vez mayor, así que denle la mano al narrador pero, eso sí, sin quitarle los ojos de encima.
(LA VERDAD, "ABABOL", 28/11/2015)