Sangre que tú me dieras: “Thirst”, desde el folletín naturalista hasta el hipercine vampírico con Park Chan-wook

Publicado el 21 septiembre 2011 por Esbilla

Thirst (Bakjwi)

Director: Park Chan-wook

Corea del Sur

2009

148 min.

Fotografía: Chung Chung-hoon

Música: Cho Young-ook

Montaje: Kim Jae-beom y Kim Sang-bum

Guión: Park Chan-wook y Seo-Gyeong Jeong

Reparto: Song Kang-ho, Kim Ok-bin, Shin Ha-kyun, Kim Hae-sook, Park In-hwan, Oh Dal-su, Song Young-chang, Mercedes Cabral, Eriq Ebouaney

Va a tocar ir pensando una manera aparte de aproximarse al cine coreano. Su capacidad, natural, idiosincrática, de violentar expectativas, géneros, lenguajes y tonos está en un lugar más allá de lo posmoderno (pose o no). En cierta medida la puesta en práctica más depurada, y natural por su ausencia de afectación y aparente esfuerzo, de ese hipercine derivado de la idea de la hipermodernidad que formulase el sociólogo y teórico Gilles Lipovetsky. “El individuo hipermoderno es libre, pero frágil y vulnerable, librado a su suerte” dice Lipovetsky. El cine, la cultura, popular o no, por extensión y como producto del individuo, en colectivo o no, será igualmente libre, de ataduras genéricas, de moldes, de obsecuencia a un  pasado que se siente en pleno derecho de manipular hasta lograr un cine-sampler que supera la cita, el guiño, para entrar de lleno en la manipulación de materia prima tomada, de modo transversal, de cualquier lugar: película, novelas, canciones, cómics, pinturas, edificios, fotografías, vivencias, inventadas o reales, sentimientos…Cine mutante en estado líquido que toma la forma del recipiente en el cual repose en cada momento. Un recipiente que cambia a lo largo del metraje, incluso dentro de cada secuencia, incluso dentro de cada plano. Un cine de la inminencia, de la memoria renovada al segundo.

Pero frágil y vulnerable” por su propia (hiper)sensibilidad literal, una narrativa sostenida en el vacío de la constante reinvención que supone un desafío hacia el receptor pero sobre todo la posibilidad de convertirse en galerías recreativas sin otra utilidad que pasear la mirada buscando la referencia cómplice, revivir paradójicamente un pasado, en clave pop, nostálgica, que desactiva las posibilidades emotivas. La atracción venciendo a la emoción. ¿O quizás sea la emoción por otros medios?

Thirst, la (pen)última película del siempre estimulante Park Chan Wook es cine hipermoderno de primera categoría, posmodernismo superado por unas cuantas yardas. O probablemente tampoco sea correcto definirlo así porque, básicamente es indefinible. Si alguien pregunta mejor contestar que es cine coreano, de aquí a poco será una taxonomía propia. Entre todas las suya que he visto esta es, a la vez, las más popular y la más excéntrica. Un film, literalmente, para todos los públicos. No porque sea accesible, contemporizadora, etc, etc,…no. Porque cualquier cosa imaginable está contenida en 148 minutos transgenéricos en los cuales caben, consecutivamente o al unísono, el drama existencialista/metafísico, la sordidez mundana, el noir escabroso, el delirio rosa, el horror vampírico y fantasmal, las convenciones superheroicas, los ramalazos manga, lo obsceno, lo estremecedor, lo grotesco, lo epifánico, lo cómico, lo idiota, lo sincero, lo irónico y por supuesto lo sublime. Partiendo, encima, de una novela naturalista, Teresa Raquin, escrita por Emile Zola en  1867.

Para mayor pasmo el texto (que ya fue adaptado en otra versión modernizadora por Marcel Carné en 1953, donde el cambio de época y la necesaria sustitución de la descripción por la acción que el cine impone daban como resultado un acercamiento al lenguaje/constantes del noir, nada extraño si tenemos en cuanta que la novela original estaba en la base de El cartero siempre llama dos veces de James M. Cain) es respetado de modo notable en cuanto a incidencias/caracteres, convirtiéndose en la viga maestra que sujeta un conjunto inverosímil en el cual, como muy bien expresa Tonio L. Alarcón en su artículo (soberbio, por cierto) para Dirigido por (nº 414, Septiembre, 2011) “(…) sus aciertos están entrecruzados con sus defectos, y sus fortalezas se retroalimentan, en realidad, de sus flaquezas

Esa nueva narración del cine coreano que violenta, alegremente, cualquier compartimento estanco alcanza aquí su paroxismo, de modo todavía más hiperbólico, absurdo, de lo que se había presentado en los filmes anteriores de Chan-Wook, acostumbrados por sistema ignorar o directamente desafiar las expectativas del público, e incluso del relato mismo, en base a constantes cambios de tono, de velocidad, de (otra vez) género. Pero paradójicamente (sí, otra vez también. El cine coreano es el de la paradoja, el de lo mismo y su contario pero a la vez) esto no se traduce en una ficciones, y en Thirst esto se nota particularmente, frías, distantes, cerebrales, si no en asaltos viscerales Tanto en lo que se cuenta, una historia de amor destructivo y fatalista, como en esa misma manera en la cual se cuenta y donde, por tanto, el atravesar y entreverar géneros no respondería a un voluntad escaparatista, al contrario, lo haría de acuerdo con una necesidad fisiológica del relato por encontrar el molde expresivo adecuado a cada momento del mismo, a cada secuencia dentro de los distintos bloque y hasta a cada plano dentro del conjunto general. Evidentemente esto es imposible de equilibrar, pero el intento ya es tan fascinante de observar como un edificio condenado a punto de caerse.

En este sentido visceral, más estrictamente venéreo, la inclusión delo fantastique, del vampirismo (en una película ya vampírica en si misma) responde más a la sublimación (o metaforización) del centro sexual/erótico del relato. Frente al Crepúsculo exangüe (y exsemen) Park Chan- Wook se propone devolver al vampiro al centro mismo de su esencia como conductor de cambios, como instrumento subversivo de eminente carácter sexual, liberador frente a represiones endógenas y exógenas. De tal modo los dos protagonistas reaccionan según sus medios, es decir según lo que les rodea y según que y como les ha (de)formado. El cura (en algún lugar he leído sobre la supuesta inoperancia de este componente religioso. Bueno, por un lado introduce una serie de reminiscencias que tiene que ver con la sangre, el pecado, la culpa, etc… pero por otra, más sarcástica y juguetona vuelve sobre la idea/asociación entre catolicismo y vampirismo que ya presidía un film como Onna kyuketsuki, el primer film oriental sobre la mitología/imaginería occidental del vampiro, en este caso firmada por Nobuo Nakagawa allá por 1958) interpretado por el gran Song Kang-ho reprime en lo posible su nueva naturaleza bestial, reduciéndola al grado de enfermedad crónica, pretendiendo un mal menor, mientras que su amante, Kim Ok-bin un tanto pasada de rosca, víctima de todo tipo de penurias (muchas de ellas autoinducidas como los cortes que se realiza en los muslos, análogos a los castigos que se propina el cura) goza plenamente de la posibilidad de lo bestial (incluso remeda mediante unas tijeras la mordedura de los colmillos clásicos), lo dionisíaca, la superioridad física y la ausencia de moral(ismo). Si de acuerdo con André Breton el acto de surrealismo (de libertad total, libertad hasta de uno mismo) más simple consiste en salir a la calle con un revólver en cada mano y, a ciegas, disparar cuanto se pueda contra la multitud, el vampirismo se convertiría aquí en acto zúrrela (libertario) que violenta, o al menos transforma, el mundo naturalista de sus protagonistas. Un vampirismo que funciona en lo literal y en lo simbólico, un vampirismo carnal donde consumar y consumir son un acto dos por uno (y nunca mejor expresado que en la conversión vampiriza más perturbadoramente erótica y más demencialmente grotesca jamás vista).

Si hubiera que decir, obligado casi, que es Thirst debería decir que, decantados por un alambique bien resistente la gota que sale al final tal parece la de un melodrama romántico. El amor, como absoluto y como frustración (citaré hipermodernamente a Warren Zevon que cantaba en Searching for a heart, “dicen que el amor lo puede todo” y replicaba irónicamente “puedes encenderlo como un coche, puedes pararlo con una pistola”), como autodestrucción y como experiencia límite. La película tiene mucho de folletín romántico, y aquí entran de nuevo todos los elementos disolventes que Chan- Wook pone en juego y que si con alguien, y con algo, la emparentan, además de con el contexto del cine coreano de principios del XXI del cual hablamos, es, singularmente, con el universo de Pedro Almodovar del cual recoge texturas visuales, especialmente tratamientos cromáticos, o cierta musicalidad y esa tendencia a hermanar colorismo naif y sordidez, cochambre y estilización, humor extemporáneo y gravedad y, al menos en otro tiempo, materiales supuestamente innobles o de derribo (léase al novelística rosa) con tratamientos desmesurados. Aquí lo mismo cabe una mama insufrible olisqueando las ventosidades del imbecil de su hijo que la poética de unos zapatos masculinos y unos desnudos pies femeninos.

Lo que el coreano maneja mejor es la tendencia a la digresión, a la aparición de subtramas y/o personajes que parecen provenir de otras películas. Thirst es, en ese, aspecto, un film por completo autocontenido, su universo no está en expansión, está en contrición, no es centrífugo, es centrípeto, no exporta partes de si en dirección a otras ficciones posibles  (estén estas presentes o en off dentro de lo que es la “realidad” de la película) sino que importa todo tipo de materiales para tratar de galvanizarlos en una unidad.

Así, y por acotar solo dos aspectos concretos que me parecen particularmente bien tratados, aislaría el modo en el cual la trama negra, el asesinato del marido de la antiheroica, un pobre palurdo, se transforma con la mayor naturalidad en un kaidan prácticamente canónico (sustitución del habitual fantasma femenino por uno masculino) pero tratando con absoluta irreverencia. El agua sigue siendo símbolo de culpa y presagio de muerte pero las apariciones tiene un aire entre incómodamente cómico, y turbadoramente ridículo (los amantes follan con el fantasma entra ambos, piedra sobre su pecho incluida, mientras el techo y las paredes gotean agua, descontando el echo deque la propia cama es de agua). Y la apropiación de las marcas más distintivas, nuevamente con intención subversiva, de ese subgénero delimitado (por tanto reconocible por el público y listo para ser explotado, parodiado, reconstruido o llevado al manierismo) que es el superheroico. Como ya hay tal cantidad de materiales y tal codificación de motivos estético/dramáticos que de forma lícita puede hablarse en términos genéricos y en coherencia Park Chan-Wook lo ataca de manera tan frontal como desprejuiciada.

La peripecia, la evolución como personaje del cura Shang-hyu responde punto por punto (Paradas tan literales como la necesidad de quitarse las gafas porque ya ve borroso con ellas puestas o el aturullamiento que supone una percepción aumentada ¿No están integradas desde el Spiderman de Raimi?) al canon del “descubrimiento de los poderes” de la ficción pijamera: al igual que ella desprende una alegría contagiosa, una fascinación adolescente por la proeza, por el poder fantástico, irreal, soñado, que te coloca por encima del resto de los mortales (burla burlando en Thirst esto se encuentra pervertido por una pulsión sexual ausente del cine de superhéroes, de candorosa moralidad y pubescente castidad, que introduce un paralelismo curioso con un film que ya se valía de unas sensaciones similares pero previas a la antedicha codificación: La mosca (1986) donde David Cronenberg ya daba cuneta de uno de esos misterios que sin duda preocupaban secretamente a mucho lector juvenil de tebeos: efectivamente los poderes venían acompañados de una apetito sexual insaciable y una potencia a juego). Así la revelación de la naturaleza vampírica  de Shag-hyun por parte de Tae-ju es rápidamente matizada por la fascinación del poder, expresada en ese lugar común del viaje en brazos, dando prodigioso saltos de tajado en tejado (filmado en una alucinante toma subjetiva, por cierto), pero también su futuro enfrentamiento tiene mucho de esos duelos entre el héroe y archivillano a los cuales ya estamos acostumbrados. Pero incluso existen apropiaciones sutiles de la idea del uniforme (la estilizada sotana, el hábito de monje) y composiciones de reminiscencia manga y anime, por no decir que al tebeo oriental remite mucha de su imaginería romántico-vampírica, una suerte de goticismo reinventado a golpe de viñeta e imaginación febril, porque desde allí los exóticos somos nosotros.

Diga aquí lo que diga, esta película indescriptible en palabras y más allá de intuiciones sobre el presente/futuro del medio o de despendoladas mixturas de mil y un géneros hasta la consecución del hipergénero (o del no-genero) o de relecturas files, pese a todo, de los clásicos quizás para demostrar su vigencia ofrece además una catarata cinemática, un apoteosis formal que, al igual que lo temático, irrita casi en al misma medida que asombra. Una cinta desequilibrada, desde luego, enloquecida, por demás, pero en absoluto gratuita tal y como demuestra la sensibilidad expresiva puesta en algo que no funciona a primera vista sino de forma subconsciente como es la utilización del espacio, utilería (la butaca de la madrastra, paralizada y vigilante, esta presidida por el estampado de un búho), vestuario y decorado en especial el magnífico del piso, que avanza pegado a la evolución física/erótica y vital de Tae-ju: claustrofóbico, lóbrego y recargado al principio, sensual, cálido, también violento, a mitad del metraje, estilizado, abstracto, espacioso, terrorífico, en su tercio final. Del marrón y negro, a los verdes y azulados y finalmente al blanco teñido de bocanadas de rojo. Y del mismo modo la cámara varía su planificación, pasándose de encuadres cerrados, a movimientos suntuosos y tomas largas.

Es agotadora, pero merece la pena cansarse.