Me echo a temblar. Mi experiencia con las dichosas prótesis fonatorias se remonta a las guardias de residente. No había semana que no se presentase alguno en la urgencia con la prótesis en la mano porque se la había salido. Enseguida comprobé que intentar ponérsela de nuevo era un intento vano, se precisaba un dispositivo especial con el que no contábamos en el hospital. El fracaso era frustrante y el paciente no solía mostrarse comprensivo, no estaba dispuesto a resignarse a dejar de hablar.
El mayor deseo de mi paciente actual es hablar, siempre le ha encantado hacerlo. Le gustaba declamar en las reuniones y disponía de todo un repertorio de historias de las que echar mano. El silencio no se ha hecho para él.
Me informo. Desde mi época de residente los modelos de prótesis han evolucionado. Me aseguran que dan muchos menos problemas. Confío en que sea así y decido lanzarme a la piscina y ponerle una. Lo comento en sesión. El resto del servicio recuerda sus anécdotas al respecto: son todas descorazonadoras.
Desoigo la voz de la razón y meto al paciente en quirófano para la punción traqueoesofágica. Es una técnica sencilla, breve y muy reglada. Todo va bien. El aire de la tráquea pasa al esófago a través de la prótesis encajada en la fístula y se modula en la boca. A los pocos días el paciente habla más que un sacamuelas en pleno ataque de euforia. Está encantado.
Pasan los primeros meses. Sé que con el tiempo la prótesis se deteriora y precisa un recambio. Antes de los previsto surgen las primeras pegas: el cierre de la fístula no es estanco y algo de líquido se escapa por los alrededores. Es mínimo pero, al caer hacia la tráquea, le da tos. La situación se agrava durante mis vacaciones, ley de Murphy, el paciente se impacienta, acude a urgencias y mis compañeros no se muestran felices. Afortunadamente regreso pronto.
Me toca ocuparme de gestionar el recambio, hay que rellenar formularios, hablar con compras y con la casa comercial. Es el tipo de burocracia que odio, y en el que estoy pez. Por mucho que desee que los trámites sean inmediatos, la cruda realidad es otra y nos toca esperar un par de semanas. Pasado ese plazo, en la consulta, realizo el cambio. Todo va sobre ruedas, con la ayuda del mecanismo de inserción es casi como poner una inyección.
Por desgracia ese no es el fin de los problemas. El rezume va a más, la fístula se ha dilatado. Tocan medidas desesperadas. No tengo más remedio que quitar la prótesis para que el trayecto cicatrice y se reduzca su diámetro. He de reinsertarla en un par de días, antes de que se cierre por completo. ¡Qué ingenua! ¿Es que no aprendí nada durante mis guardias de residente?
Efectivamente la fístula disminuye, lástima que lo haga algo más de lo que deseo. Al recolocarla me encuentro con que la cánula de inserción no cabe y el trayecto tampoco se expande. Me peleo con ella pero se ríe de mí y, una vez tras otra, según aprieto, me escupe la maldita prótesis. Mientras tanto tengo el resto de la consulta parada, con los pacientes acumulándose en la sala de espera. Prefiero no pensar en ello para no agobiarme más.
No me rindo. Ante situaciones desesperadas tocan medidas desesperadas: si no se coloca ella sola por las buenas, habrá que colocarla por las malas. A veces no queda más remedio, la medicina no siempre es limpia y elegante. Presiono el émbolo sin piedad, se resiste pero al final la prótesis sale aunque se cuela hasta el esófago (era justo lo que pretendía, la única alternativa que me quedaba). Ahora tengo que engancharla con unas pinzas de mosquito para colocarla. El material del hospital es de saldillo y las pinzas no agarran. El paciente está despierto y no disfruta de mi manipulación en su tráquea. Otro mosquito. La prótesis se resiste. Aprieto los dientes e insisto. Es un parto complicado. Entre toses, mocos y sangre asoma un trozo de pestaña del borde. Tiro, giro, agarro por otro lado y vuelvo a tirar y a girar. Repito. Un poco más. Y más. Avanza y retrocede. Trata de colarse de nuevo pero no se lo permito. Aún así se niega a salir. Sigo. Sudo, el paciente también. Es agotador. Es inimaginable que se requiera tanta fuerza para vencer algo tan pequeño pero si se cree que tiene alguna posibilidad es que no sabe con quién se las está viendo. Tras lo que parece una eternidad, gano la batalla: la prótesis está en su sitio.