A un lado del camino
No logro quitarme la impresión de la mirada, el suspiro -quizá decepcionado- que me produjo encontrarme con las casas dormidas de Santa Fe, un pueblito del estado Sucre, en mi país, Venezuela, que tiene apenas dos calles: una que sube, otra que baja, y algunas transversales, de las que saltan cualquier acto de supervivencia: una licorería, una peluquería, un taller, una venta de trajes de baño y un colegio con, eso sí, su fachada muy bien pintada.
Me habían hablado mucho de Santa Fe, de su playa generosa, de sus posadas, de su gente amable, de su plaza y de la diversión del pueblo por las noches. Me lo habían contado muchas veces y cada vez, me quedaba con ganas de ir y verlo. Voy por la carretera que conecta a Puerto La Cruz, en el estado Anzoátegui, con el estado Sucre. En el camino, lleno de curvas y verde, la montaña crece de un lado y el mar aparece por el otro, como una constante. Dependiendo del tráfico, se puede cubrir la ruta hacia Santa Fe en 50 minutos.
Mucho antes de llegar, hay un desvío hacia los Altos de Santa Fe, también llamados Altos de Sucre, y desde donde -me cuentan- se tienen unas vistas maravillosas del Parque Nacional Mochima, se come buen pescado y hace frío por las noches. No voy hacia los altos, pero un día antes había leído que fue en esa zona donde por primera vez se cultivó café en el Oriente del país, a finales del siglo XVIII. Tal parece que hoy nadie lo recuerda.
Remar y remar
Un anuncio tímido al borde del camino, deja claro que Santa Fe está en la próxima curva, en una salida de tierra, en una bajada hacia el mar. Uno entra al pueblo sin darse cuenta, sin advertir que esa calle que baja y que guarda en su acera las casas descoloridas, era lo que te habían contado con entusiasmo meses, días y horas atrás. Santa Fe no me gusta a primera vista. La desidia brota de sus dos calles y se pega al cuerpo. Es como un pueblo fantasma, no porque este vacío, sino porque parece no importarles nada de lo que sucede a su alrededor.
Atravieso una de las calles de Santa Fe y el remolino de su mercado a plena mañana de sábado. Un señor compra tabacos con esmero y justo al lado, otro más hábil ata las patas de una gallina viva que está a punto de vender. Al final de ese camino, los pelícanos revolotean y se sabe que hay pescado fresco, que el mar está ahí al lado, con sus lanchas pintando la orilla.
Las casitas a la orilla del mar
Camino descalza por la arena y bordeando toda la playa. Estando ahí entiendo que lo que a todos atrapa de Santa Fe es esa orilla bondadosa, tranquila y limpia, con las montañas al frente, con las posadas -llenas, llenísimas- a escasos pasos del mar, con los restaurantes allí, dispuestos a complacer paladares.
De este lado, Santa Fe se comporta seductora; te invita a darte un baño, a tomar una lancha y dar un paseo, a sentarte en la arena y escuchar cualquier historia. De este lado, el pueblo tiene su mejor cara. Las casas son sencillas y de colores, tan cerca de la orilla que abrir sus puertas es abrirle la puerta al mar. “De este lado uno puede estar tranquilo, la policía pasa caminando y uno se siente seguro. Ya en el pueblo es otra cosa”, me dicen.
Mi almuerzo en Café del Mar (¡Buenísimo!)
Santa Fe no es un pueblo que transmita tranquilidad lejos de su mar. No tiene esa apariencia de cuadro tranquilo en el que nunca pasa nada y se nota en sus calles, en el caminar de su gente que es amable a pesar de tanto. Pero ahí, en su playa, ante el paisaje amplio; uno parece olvidar sus dos calles y sus casas descoloridas por el abandono de su propia gente.
El sabor que me traigo de Santa Fe es el de un pargo frito recién pescado y que me prepararon con esmero en Café del Mar. Me traigo también la intensidad de su lluvia, sus truenos, y la conversación más extraña que he tenido en mucho tiempo: mientras comía se me acercó un personaje al que todos conocen como “el gringo de la montaña”. Cuando me preguntó de qué planeta era yo, le respondí que venía de Marte. Sonrió y quiso cambiarme una flor por un cigarro. Y yo no fumo.
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