Esta mañana se ha instalado en casa un nuevo inquilino. Pequeño, como el árbol de Navidad, a pesar de que mi pequeña princesa se empeñaba en traer el más grande que había. No hija, que en el palacete de la familia no queda glamouroso. La pobre aun no entiende la ironía. A lo que voy, desde hoy y hasta el día de Noche Buena tendremos en el comedor de casa al Caga Tió, un tronco con barretina al que tenemos que darle de comer para que "cague" dulces y regalitos. He de decir que algunas de las tradiciones de por aquí, a pesar de que mis ancestros son de extensas generaciones catalanas, no las acabo de asimilar. Sobretodo por lo escatológico del tema. En mi pesebre no he admitido a ese que se pone a defecar y que graciosamente llaman por estos lares "caganer". Oye pues no, porque me parece una falta de respeto, qué queréis. Pero esto del Caga Tió, pues al final he caído. Para que no digan que soy excesivamente rancia. Esta tradición que comparten aragoneses y occitanos se remonta a muchos siglos atrás. Tió significa tizón y representa los troncos que antiguamente se quemaban en las chimeneas de las casas y "regalaba" a sus habitantes luz y calor, cosas que ahora no valoramos por tenerlas como algo totalmente asumido pero que en aquellos tiempos en los que la electricidad y la calefacción eran ciencia ficción, se deseaban mucho más que ahora y se agradecían también mucho más hasta el punto de considerarlos un auténtico regalo. Pues al tronco en cuestión, según cuenta la tradición, hay que ir dándole de comer cada día para que durante la Noche Buena, regale a los más pequeños algún detallito. Total, que llevamos toda la mañana y parte de la tarde mirando atentamente al plato y el vaso de agua que le han puesto delante haber si se come las mondas de la mandarina y las galletas que le han preparado los enanos con toda la ilusión. Y cuando se han despistado y han visto que algo de todo aquel festín ya no estaba porque se lo había "comido el Tió", se han puesto a brincar y saltar contentos y emocionados. Es genial ver como los niños aceptan la magia como algo real, la viven y la sienten como un hecho verdadero. La lástima es que dura muy poco esa santa inocencia.