Santa Teresa y el convento de “San José”.
Una mirada retrospectiva y proyectiva
Daniel de Pablo Maroto, ocd
“La Santa” (Ávila)
Vuelve a la memoria la fundación del convento de San José de Ávila un 24 de agosto de 1562. Buen momento para leer con calma las páginas que le dedicó la cronista Teresa en el libro de la Vida, capítulos 32-36. Resumo los hechos. Todo comenzó con la visión del infierno (Vida 32, nn. 1-7) y del cielo (ib., n. 8), y terminó en un buen propósito: “Qué podría hacer por Dios”, concretado en “seguir el llamamiento que su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese” (ib., 32, 9). Esta me parece la clave de lectura de lo que la madre Teresa proyectó al fundar el convento de San José, origen y fundamento de la Reforma del Carmelo.
Teresa hizo, en primer lugar, una mirada retrospectiva, como el conductor de un vehículo que mira el espejo “retrovisor”, aunque como analogía sirve poco para entender la acción de Teresa al proyectar una nueva vida en su orden del Carmen. Ella se inspiró en dos espejos de vida lejanos. El primero fue la persona de Jesús que invita al seguimiento e imitación: vivir como Jesús vivió, en soledad y en compañía de los discípulos; imitar el “colegio de Cristo”, como recuerda la Santa. Ellos -Cristo y los Apóstoles- serán el modelo de sus comunidades, en principio de trece monjas, doce más ella, la maestra.
La “vida” en el convento de San José fue configurada, fundamentalmente, por las verdades a creer y la moral a vivir propuestas en los Evangelios, que la maestra Teresa resume en “Seguir los consejos evangélicos con toda perfección que yo pudiese” (Camino, 1, 2), a los que añadió las estructuras jurídicas necesarias. La Fundadora no complicó demasiado la vida virtuosa de la nueva comunidad.
El fundamento lo puso en “vivir en verdad”, que implicaba no decir mentiras, ella que confesó al general de la orden, Juan Bautista Rubeo, que no mentía nunca; que rechazaba a las aspirantes y novicias cuando descubría que tenían el vicio de mentir; y que avisó maternalmente al P. Gracián, “que se descuida alguna vez en no decir toda verdad en todo” y “querría anduviese con mucho cuidado en esto”.
Pero exigía algo más: practicar la “humildad”, que situaba a la que profesaba en su Reforma en el centro del vivir cristiano en sus relaciones con Dios, con el mundo, con los demás y con la propia persona. Si la vocacionada había resuelto el problema moral y espiritual básico, ya podía completar su quehacer en la comunidad teresiana: “desasirse” del propio yo con referencia a la propia “honra”; o al cuerpo, como el apego a la propia vida y la salud o al uso indebido de los bienes temporales. Puestos los principios de base, la persona estaba disponible para practicar el “amor de unas con otras”, a ser posible el “el amor puro espiritual” y, si no, el “espiritual sensual”, nunca el “desastrado de por acá”.
Pero Teresa miraba a otro espejo lejano: a los orígenes de la orden religiosa a la que pretendía redimir de relajaciones y mitigaciones: los carmelitas, la orden de la Virgen María, nacida en la tierra de Jesús, en el monte Carmelo, en el siglo XIII. La Santa abunda en este recuerdo del pasado remoto y se goza con ello como modelos de imitación: “De esta casta venimos, de aquellos santos padres nuestros del monte Carmelo” (Moradas V, 1, 2). “Acordémonos de nuestros padres santos pasados, ermitaños, cuya vida pretendemos imitar” (Camino 11, 4). Expresiones como estas abundan en las Obras de Santa Teresa. Hambre de soledad y silencio, de oración contemplativa, de ascesis en un eremitismo cenobítico, contagiando a la nueva familia la pasión por la “salvación universal de Cristo”, la dimensión misionera.
Y después, una mirada proyectiva a la sociedad de su tiempo, necesitada de Dios, y a la Iglesia dividida por la herejía de los “luteranos”. No pensó en un ejército de soldados para declarar la guerra a los herejes, y sí criticó el proyecto en marcha en la sociedad civil. Propuso, más bien, la Reforma de su orden religiosa para que, viviendo evangélicamente, el ejército blanco de las monjas fuese un modelo para hacer una Iglesia santa de católicos y luteranos.
Y, allende los mares, miró a Las Indias, adonde habían acudido todos sus hermanos como soldados conquistadores. Ella y su nueva familia religiosa, serían la retaguardia orante para ayudar a los gentiles a “salvarse”. Preocupada inicialmente por los problemas religiosos de los “indianos”, acabó doliéndole su situación social, como confesó a su hermano Lorenzo. Eran tiempos para soñar, de Renacimiento, de utopías. Ella soñó utópicamente en vivir en pobreza absoluta, dependiendo de la Providencia, sin “rentas” de los pequeños capitales que podían ofrecer las candidatas. Con el tiempo terminó siendo un proyecto casi frustrado.
Y, para concluir, dirigió una mirada proyectiva a las gentes de nuestro tiempo. Ella quiso “dar voces” predicando la Verdad-Cristo-Dios y no se lo permitió la Iglesia oficial por ser mujer. Hoy, aquella mujer frustrada es “Doctora de la Iglesia” y sigue predicando, mediante sus Obras completas en su original y traducidas, a los ateos, a los agnósticos y a los creyentes que Dios existe, que actúa mediante los gigantes del Espíritu como Teresa y los débiles sociales pero fuertes en la fe. Y que la fe en Dios es fuente de esperanza en momentos de tribulación, en períodos de guerra y de paz.
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