En la semana más relevante del cristianismo, la que conmemora la pasión y muerte de un Dios judío al que gustan recordar crucificado en una cruz, tanto que toda la iconografía religiosa es prolija en representar su martirio antes que su supuesta resurrección de entre los muertos, la semana en que las calles son tomadas por devotos y encapuchados que acompañan a pesados tronos que transportan, a hombros de costaleros bajo las trabajaderas, esculturas de cristos y vírgenes en todo su dolor, en esta semana sublime del catolicismo más tradicional yo me dedico a lo profano, ajeno voluntariamente del fervor que inunda de incienso el aire de la ciudad y de aglomeraciones los recorridos de las procesiones. La creencia religiosa siempre me ha resultado extraña a la racionalidad y sospechosa de paliar temores e ignorancias que angustian la existencia consciente del ser humano. Por eso, en esta semana grande y sagrada de exhibicionismo religioso popular, tan contrario a la vivencia íntima de un sentimiento de trascendencia, me recluyo en lo profano que permite un tiempo vacacional añadido al calendario, con sus viajes y turismo de ocio, o las lecturas placenteras, ensimismadas en el silencio de un rincón apartado del ruido de tambores, trompetas y gentío. Es mi santa semana profana, en versión de Miles Davis.