Nada. Quería eso y andaba con eso por la punta de la espada. Iba y venía con eso en la cabeza y la punta de la espada se le movía, ahí donde las piernas terminaban. Ahí donde ya le costaba imaginarse lo que sentía, justo cuando ella pasó. Iba de olor a lluvia en amarillo a pleno día, y ese olor se le metió en la punta de la espada. Casi sin querer comenzó a seguirla. No quería saber a dónde iba. No quería abandonar lo amarillo del olor, y eso lo hacía pensar que no la seguía a ella, y eso le hacía pensar que él no era un hombre, que en realidad era un sapo blando y frío que sigue a la lluvia que lo guía. Un sapo cancionero, buen sapo, de esos que comen cien mosquitos en media tarde y con maestría. Sacó la lengua sin querer, se relamió rápido y eructó, aunque él se escuchó como si croara.Para ella pasar frente a Sapo fue igual que nada, excepto por la picazón en las alitas. Sus omóplatos, bajo el vestido, se juntaron estremecidos como en una reacción amariposada de energía. No se dio vuelta, no miró, pero aceleró el paso todo lo que podía. Entró casi como volando en su amarillo por la puerta del almacén de Pío Don.Eran las once cuarenta y cinco de tal día.Nada. El quería eso y andaba con eso por la punta de la espada. Así que después de acompañarla se sentó y esperó un rato en la casa contigua. Era pasado el mediodía y los insectos estaban atareados en sus idas y venidas. Solo por aburrimiento tenía ganas de comérselos también, pero se contuvo. Primero lo mejor, los demás ya caerían. Su espada sabía qué hacer, y lo guió. De repente la calle dejó de zumbar y todo lo que había fue intoxicado por un repentino sopor. El lo conocía muy bien, y casi casi podía verlo, aunque en su realidad más bien lo olía. Necesitaba lluvia, necesitaba amor.Mía cantaba mientras preparaba tartas, allí, en la cocina. Desde chica cantaba porque así su madre la escuchaba de lejos y sabía donde estaba, cosa que curiosamente también la descansaba en una siesta que pocas veces interrumpía. Incluso si Mía no cantaba, una vez ya dormida no despertaba fácilmente. En esa costumbre, hecha de sonidos a rajatabla, la madre de Mía transformaba todas las tardes en una, única y parecida. No era la misma costumbre que por su olor hoy llevaba a Sapo a espiarla desde el jardín, por la ventana de la cocina.Sacó una tarta del horno, y después sacó otra más, y metió otras dos, y también las sacó, y después puso otra. Se veían redondas y perfectísimas, tal vez demasiado blancas, como una bola de bruja, como la luna de día. Sapo quiso saber cómo era ese olor y se acercó hasta la ventana haciéndose el invisible. Pero mientras intentaba el sigilo de un sapo perfecto, Mía salió al alero del jardín con una tarta en sus brazos estirados, y su canción se silenció.Un rumor sospechoso invadió el aire. Las hojas de los árboles se agitaron. El pasto se sacudió. El trino de los pájaros se convirtió en graznido, y luego en algo que parecían gritos de desesperación. Hasta el sol decidió esconderse en ese segundo en el que Mía oreó la tarta al exterior. Era como una lluvia que venía. Y entonces, desde cualquier rincón, desde todos los rincones del jardín y jardines aledaños, miles de insectos salieron al unísono y se arrojaron sobre el pastel, devorándolo enseguida. En pocos segundos solo quedaba la tartera vacía entre las manos de Mía, cuyos brazos y dedos sangraban gotitas por los cortes, picaduras y mordiscos de desesperación que los insectos, en su hambre, le descuidaron. Sin perder demasiado tiempo fue por la otra tarta y todo sucedió de nuevo, solo que esta vez, también le habían arremolinado el pelo y herido la carita. Mía parecía aceptar todo con estoicismo y resignación, pero como ya no cantaba, Sapo pensó que esto no la hacía feliz. Su frío corazón se estremeció una vez, mientras ella volvía a la cocina, y luego se estremeció dos, cuando al mirar hacia la ausencia que Mía dejaba en el alero del jardín pudo ver en el piso bien marcada una aureola hecha de su sangre esparcida en gotitas, junto con algunas migas caídas. Luchando con su estupor se dio la vuelta como para reprochar la actitud a los agresores, aunque sabía que en el fondo no tenía autoridad moral para reclamarles nada, pero no se olía un solo insecto a su alrededor. Cómo podían hacerle eso a esta inocente chica!? Los bichos no tenían corazón! Y él, que desde siempre lo sabía…Sin embargo, cuando Mía salió por tercera y cuarta vez, así tal cual todo se repitió. Sapo se sentía paralizado de horror. En la tercera ya había sangre en todo su vestido y en la cuarta lo amarillo ya era un jirón que apenas la cubría, y sus pies estaban flojos, y apenas la soportaban. Supo que iba a caerse desmayada y sin dudarlo se abalanzó desde su escondite y la sujetó. Mía cayó en sus brazos, como sin vida, y los insectos desaparecieron al instante. El viento se calmó. La suave piel de Mía, manchada de sangre, se pegoteaba en su piel fría, como necesitándolo. Sabía que no era así, que a Mía él no le interesaba, ni sabía quién era y tampoco lo quería, pero igual sintió el latido en la punta de la espada, que se puso redondita. La ignoró. Dulcemente apoyó a Mía en el piso y para que se despertara y sin ninguna otra intención más que curarla, como un buen sapo y para que reaccionara, la lengüeteó.
Escultura de porcelana. Kate McDowell.
Salvina no escuchó nada extraño, pero esta vez sintió el olor. Algo se quemaba en algún horno, y parecía provenir de su cocina. Mía ya no cantaba, parecía que iba a llover, y todo eso la alertó. Se levantó de un salto a cerrar los postigos, cosa rara en Salvina. Casi corriendo atravesó el comedor.Al asomarse al alero del jardín vio lo que parecía ser un sapo gigante de espaldas a ella, echado sobre Mía. Un horrendo sapo de jardín de esos que odiaba, que le causaban repugnancia e impresión, con el abdomen blando y húmedo, con los dedos pegajosos y amembranados, con la lengua entrando y saliendo a la velocidad de una espada, vomitándole saliva en el cuerpo inanimado de su hija. Sin pensarlo volvió hacia la cocina y abrió el aparador. Sacó la bolsa de sal gruesa que escondía en el segundo cajón, bajo un pesado libro de cocina. Corrió hacia el alero y se la descargó por completo en el lomo, con desprecio y osadía. Sapo se echó para atrás. Algo lo arrastraba por la espalda, algo lo secaba, algo lo tenía! Trató de respirar pero ya no se acordaba cómo era eso de comandar el aire que entraba y que salía, aunque sí se acordó del mar, de un mar que él nunca conoció y del que no sabía. Hubo burbujas y hubo remolinos y hubo aguas vivas, y entumecimiento y dolor. Y hubo olas gigantes, que iban y venían, meciéndolo, haciéndole de sueño, y haciéndole de cuna. El mar estaba hecho de un rato que duró. Su espada, en tanta vuelta, estaba perdida. Fueron los insectos, no fui yo, pensó que le llegó a decir a Salvina. Con un rastrillo, ella lo atravesó. Después alzó el cuerpo de su hija y subió a la terraza. En la parte sin baranda se asomó. Un trueno se partía, y un gorjeo sagrado salía de sus lágrimas, un gorjeo que era como los pasteles y los campanarios, y llamaba a la lluvia que venía en montón. Cada gota traía a su alma un pedazo de amarillo de su hija. Cuando la lluvia hubo caído Mía abrió los ojos y sonrió. En su espalda de nuevo se agitaron las alitas. El vestido se le infló y se amariposó, y en un ataque de alegría renacida besó de adioses a su madre, y salió volando por la terraza y por el jardín y por la cocina y por los pasteles y por lo de Pío Don y por el pueblo y por la lluvia y por el día. Cuando la perdió de vista, Salvina tomó impulso y saltó, cinco veces seguidas.