Bowie. Él hizo de su filiación extraterritorial (!) una revolución visual, y le puso el cuerpo a una cruzada que atravesó la música popular del último tercio del siglo XX. Con su rostro mutante y exótico, maquillado de blanco, barbudo, con el pelo rojo, con el pelo largo y rubio, con la pija marcada por pantalones ajustados, con el culo ajustado y movedizo bailando al roce junto a Jagger, peinándose el jopo, listo para boxear, rolinga, tecno. Así se transformó en un paradigma móvil, el que encarna la indefinición: es por excelencia el fronterizo del rock y del pop, ni lo uno ni lo otro; a lo sumo un rato cada uno. Siempre plástico y sexual, a veces seco, difícilmente frío. Aglomerador: en él están Lennon, Dylan, los Stones, James Brown, Elton John; sin él no hubieran estado Cobain, Morrissey, Madonna, Corgan, Robert Smith, los New York Dolls, Jarvis Cocker y los demás (ni hablar Arcade Fire…).
Siempre lo sentí, a la manera de Patti Smith, como una especie de mesías para los desposeídos, el tipo que te salvaba el estado de ánimo. Fueras gay, te vistieras raro o tan solo estuvieras deprimido, ahí flotaba su canto redentor de “Rock and roll suicide”: “I’ll help you with the pain/ You’re not alone”.
Otra de Melero que le cabe a Bowie: “Creo que lo que existe siempre es gente que es del presente. Yo no me considero de vanguardia”. Nunca sabremos si era un simple mortal con una notable tendencia zeliguiana o si, ahora sí… hay vida en Marte.
[Publicado el 12 de enero de 2016 en Artezeta, como parte del saludo del staff al monstruo Bowie. La ilustración del post es obra de Alfonso Barbieri; la foto, quién sabe]