Ayer, buscando la palabra Copihue, sonora palabra con algo de fruto, me encontré con un viejo tesoro. Mientras revolcaba, literalmente mi alcoba en búsqueda de un diccionario, hallé, en un rincón, el pequeño Larousse ilustrado que tantas y tantas veces examiné intentando comprender el significado de alguna mágica palabra que escuchaba a mi padre.
No podía contener mi cerebro, una avalancha de recuerdos se desbordaban años atrás. Me sentí, niño de nuevo, asombrado, descubría los mismos talismanes, los tréboles, los pétalos secos, las mariposas disecadas, los almanaques , las estampillas, las notas realizadas en una legendaria letra cursiva, las postales y las miles de cosas más aparecían de nuevo entre sus hojas; este diccionario, no sólo era un diccionario, era una bodega, un cajón litúrgico repleto de objetos deslumbrantes.
Mi padre solía guardar allí cuanta cosa rara encontraba y yo seguí su obsesión. Allí en ese libro-duende, aprendí muchas cosas, no sólo palabras, aprendí a tenerle cariño a los libros, a acariciarlos y olerlos, olfatear su piel, a manejarlos con caricias sólo prestas para leer. Recuerdo que a los cinco años este diccionario apenas si lograba sostenerlo sobre mis manitas, sin embargo, no pasaba día en que lo tumbara sobre el suelo dálmata de mi alcoba y comenzara a hojearlo, perdiéndome en sus láminas, en las colecciones de mi padre y en esas palabras que comenzaba a utilizar como un loco.
Una vez mi madre tuvo que sacarme un gusano de la boca, lo tenía allí adentro, sintiendo como se retorcía, no lo masticaba, sólo lo empujaba de vez en cuando hacia los dientes para no tragarlo. Sentía unas cosquillas enormes. Mudo, casi en trance, esperaba inocentemente. Por haber encontrado la palabra crisálida yo tenía preso a aquel gusanito esperando que de mi boca saliera transformado en mariposa.
Era raro todo aquello, buscar la palabra “orate”, y ofender a mis amigos con ese eufemismo que no lograban si quiera pronunciar.
Ayer cuando pasaba las hojas del diccionario volví a quedarme perplejo ante la fotografía de Rasputín que alimentó tantas hazañas en el niño que fui y comencé a navegar de nuevo entre las biografías, la fauna, la flora que este enanito lleno de palabras tenía y que jamás he vuelto a ver en ningún otro.
Un libro con más de mil páginas que no cansa, que incita la curiosidad, que motiva con sus ilustraciones en blanco y negro diminutas.
Un bello instrumento que alumbró mi niñez y que ayer me ocasionó otra vez la felicidad.
Ayer supe, gracias a este hallazgo, que escribir y leer no fueron actos aprendidos, fueron actos naturales, algo que en mí se tenía que dar.
Qué niño de cinco años prefiere encerrase en su cuarto a leer el diccionario en vez de estarle fregando la vida al mundo con pataletas y caprichos.
No me cabe en la cabeza, sin embargo, yo lo fui.