por Javier Guillén.
Si Martin Scorsese se ha convertido con los años en un director de culto no ha sido sólo por haber hecho películas de gángsters o haber pertenecido a una generación que triunfó en su momento a nivel comercial gracias a la recuperación de una especie de cine neoclásico más “digerible” para el gran público que lo que se hacía en Europa sino por cómo usó la música en muchas de ellas y por su pequeña afición a hacer documentales sobre blues, folk, rock y pop. Y es que en parte, y a ratos, su cine puede enmarcarse en el género musical.
Los 70 fueron una década de inquietudes para muchos directores que querían descubrir hasta qué punto podían abordar unos u otros géneros cinematográficos. Scorsese intentaba crearse una identidad imitando a la vez a los clásicos de Hollywood y a los nuevos cineastas autores (usando el sonido directo, filmando por la calle…) pero cuando se ven con detenimiento estas primeras obras llama la atención el hecho de insistir hasta qué punto le interesa involucrar la música en su cine: se ve necesitado a usar canciones de fondo para marcar el ritmo de la acción en Malas Calles, a filmar conciertos (The Last Waltz) y a atreverse a rodar, finalmente, una película musical (New York, New York).
Y lo cierto es que parece que, al menos en esta época, la música sea algo esencial e indivisible dentro del montaje de estas películas, es como si se estuviese gritando que siempre hay una melodía o una canción en la cabeza de uno u otro personaje de la que no se puede prescindir porque forma parte de lo que se cuenta (de lo que cuenta incluso de viva voz un narrador en concreto, pienso en los personajes de Ray Liotta de Uno de los nuestros y en los de Joe Pesci y Robert de Niro en Casino).
La música no es sólo música: es, junto al habla y la imagen, material narrativo. Pero, ¿a qué viene esta obsesión?
Por un lado a lo largo de sus fotogramas suenan fragmentos de óperas de Mascagni o música sacra de Bach, rock, blues y soul de los 50 y los 60 (Cream, Rolling Stones, Aretha Franklin, Muddy Waters…), jazz de big band, un poco de todo pero sobre todo cosas de “su” época, de cuando era adolescente, y sobre todo en sus películas de gángsters o en las que se presentan personajes increíblemente ambiciosos. El gángster es el prototipo de ladrón que trabaja más que nadie por no trabajar, que debe ser listo y estar alerta constantemente por eso en su vida no existen ni el silencio ni la paz, sufren un martirio voluntario que está simbolizado con una banda sonora continua.
El mejor ejemplo de todos es Casino. En esta película se cuenta la historia de dos mafiosos a lo largo de más de dos horas y media a un ritmo endiablado y el espectador se pone en la piel de los protagonistas porque tiene que mantener la atención para no perder el hilo.
Como complemento al melómano aficionado se le ofrece un juego de adivinanzas en el que hay que averiguar qué canciones salen en la película, algo más difícil de lo que parece porque sólo son fragmentos. Y es que al final es como si hubiese una radio encendida en la que se va girando el dial durante casi todo el tiempo que dura un largometraje, una radio familiar que se encuentra casi implícita (de manera subliminal incluso) en la vida de la mayoría de la gente y que ya se ha interiorizado como un murmullo de fondo que suena en cualquier lugar cotidiano como las peluquerías, las tiendas, los bares, la sala de espera del dentista o los lavabos públicos.
Esas canciones y melodías inacabadas son, así, el motor y el combustible de un tipo de cine con un ritmo rápido, tanto como las ambiciones de muchos de los maleantes de Malas calles, Uno de los nuestros o Infiltrados también, un ritmo que empatiza con un espectador contemporáneo (inevitablemente postmoderno, había que decirlo) que, en muchas facetas de su vida, está más acostumbrado al ruido y a la música que al silencio.
Entonces cabe preguntarse de nuevo, ¿lo de Scorsese es una obsesión? En parte sí, pero en realidad es una necesidad y un homenaje.Homenaje por lo que le debe a la música que la considera, incluso, su musa, y tanto es así que le rinde pleitesía al intentar filmarla, al decidir ponerse detrás de la cámara para “fotografiar” su proceso de creación instantánea durante un concierto.
Aquí tenemos cine musical explícito y sincero, una actuación filmada sin más que no tiene por qué condicionarse con un argumento como los grandes clásicos (no quiere decir esto que a Scorsese no le guste Cantando bajo la lluvia), no hace falta, ya se dio cuenta después de acabar New York New York, un musical, curiosamente, mucho más prototípico que los que realizó F.F. Coppola por estas fechas (las extraordinarias Cotton Club o Corazonada con esas inolvidables letras de Tom Waits) y que debe considerarse como un ejercicio (nada desdeñable por otro lado).
De todos modos estos conciertos no dejan de ser películas con actores similares a su obra de ficción. Basta con fijarse en cómo está rodado The Last Waltz por ejemplo. En el comienzo, en la cabecera se presenta a los músicos con su nombre escrito sobreimpresionado debajo de cada uno de ellos para presentarlos porque ellos son los actores en esta ocasión, el argumento viene dado por las letras de las canciones y por el carácter de la música.
Es interesante fijarse, además, en que en The Band se van alternando los cantantes: aquel que era protagonista hace un rato es un actor secundario luego con lo que todos tienen su pequeño momento de gloria y cada uno cuenta su historia como si se tratase de una película coral o una “colección” de relatos, algo que va enfatizando la cámara al enfocar al que le toca ser narrador .
En el caso de Shine a Light, que fue rodada más de veinte años después por deseo del propio Mick Jagger con el fin de filmar el concierto definitivo de la mejor banda de la historia por el mejor director vivo, su estilo cambia, prefiere mostrar la energía de un grupo de rock desde el punto de vista de un espectador que se encuentra en primera fila, un admirador más nervioso y emocionado que el de The Last Waltz.
De hecho se pretende crear un espectáculo total con artistas invitados incluidos pero tampoco se renuncia a ese halo narrativo e interpretativo propio del cine por lo que (y esto es lo más importante) se intenta mostrar qué puede aportar una visión puramente cinematográfica (y subjetiva, claro) a la hora de contar un concierto (y no sólo pienso en Scorsese y el rock, también está Clouzot y sus colaboraciones con el director Herbert von Karajan o los fragmentos musicales de, cómo no, Alrededor de la medianoche de Bertrand Tavernier).