Por Javier Guillén.
Si por un lado Scorsese diluye la música en sus películas como excusa (o la introduce como una especie de material elemental) y por otro la filma para disfrutarla sin más también le gusta hablar de ella (y del cine mismo, su otra obsesión) en sus documentales.
Nostalgia del hogar, George Harrison: Living in the Material World y No Direction Home: Bob Dylan son tres maneras distintas de buscar algo: el origen del blues en la primera, una huida del mundo “material” y superficial después de haber descubierto el espiritual gracias a la música en el segundo y la renuncia (no completa) a un pasado que no volverá porque hay que aprender a avanzar.
Ciertamente, estas preguntas provienen de una búsqueda, de intentarse explicar cómo el origen de determinados hechos permite entender y clarificar cómo es posible que le afecten tanto estas obsesiones suyas (lo hace, repito, con la misma pasión cuando investiga sobre cine, véase a este respecto El cine italiano según Scorsese ), es una especie de medicina o de terapia que le sienta bastante bien cuando deja al margen durante un rato esa obra de ficción en la que es menos consciente de lo que hace.
Existe, entonces, en su carrera, una dualidad entre ficción y no ficción, entre director de taquillazos (cada vez más) y autor casi independiente que equilibra su personalidad y no deja de olvidar sus orígenes totalmente como les ha pasado a otros colegas geniales de su generación como George Lucas o Coppola que ya no son más que caricaturas de sí mismos.
Todo gracias a que sigue disfrutando desde siempre de una de sus mayores aficiones sin dejarla jamás de lado. Escuchar discos e ir a conciertos son para él, como para muchos de nosotros, una especie de elixir que lo mantiene joven (pocos directores de su edad siguen trabajando a su ritmo).
Esta pequeña “obsesión” personal o recurso de estilo (debo decir que no es exclusivo suyo aunque en sus manos trascendió más, hay otros ejemplos en películas de Fassbinder, Robert Bresson o Jean-Luc Godard u otros directores importantes de los 60 o los 70) ha tenido, a mi juicio, una influencia inmensa en el cine contemporáneo al dar a entender que no es necesario contratar a un compositor para tener una buena banda sonora. Basta con crear un collage “picando” de aquí y de allá si se es lo suficientemente agudo y se elige con acierto dependiendo del carácter de la escena.
Esto ha dado lugar hoy en día a que una banda sonora se parezca más a un álbum recopilatorio que a una obra orquestal clásica y en muchas ocasiones de una gran calidad y tanto es así que en ocasiones gracias a una película mucha gente conoce a un grupo o a un artista como si ésta funcionase como un medio de comunicación o promoción o acaso ¿no se ha incrementado la popularidad de Sigur Ros gracias a Vanilla Sky o la de Anthony and the Johnsons gracias a La vida secreta de las palabras?
Desafortunadamente también es verdad que muchos cineastas toman el “procedimiento Scorsese” casi como dogma de fe hasta llegar a abusar del recurso y lo usan como excusa para introducir en sus películas un estilo más cercano al video-clip en el que importa más la música y las ganas de usar una fotografía bonita que la trama de la película en sí (visto así es un arma de doble filo…).
Lo cierto es que opino, sinceramente, que directores como Guy Ritchie, Sofia Coppola, Danny Boyle y unos cuantos creadores de series de televisión (pertenecientes a la famosa y pretenciosa “revolución” de la HBO) no han entendido bien lo que pretendía Scorsese (incluso él mismo, paradójicamente, también está en horas bajas y ha llegado a apoyarlos con su Boardwalk Empire), y eso que es un recurso muy válido (me he pasado todo el artículo elogiándolo) que supongo que con el tiempo seguirá evolucionando.
Por fortuna también hay unos pocos discípulos aventajados que probablemente sí pasen a la historia como el gran futuro maestro Quentin Tarantino y algún otro que ahora no recuerdo o que aún no conocemos. Ya se verá.