MGE es un cinéfilo de pro que demuestra cada día en su blog que una imagen vale más que mil palabras. Prueba de ello la tienen ustedes en "El día de la tromba", donde con tan sólo ver un fotograma y leer una frase, toda la película pasará rápidamente por su cabeza.
La propuesta que nos trae hoy aquí el amigo MGE, fue una sorpresiva y rompedora vuelta a los orígenes de Wes Craven al género de terror. Con ustedes...
Scream: Vigila quien llama
Para mí, Scream ha adquirido la categoría de mito. Para muchos revivió el cine de terror luego de un largo letargo, para otros, simplemente es una película más. Para mí no es ni lo uno ni lo otro, es un mito. Digo esto porque de los mitos no se sabe su origen, se podría decir que son atemporales o eternos, que están ubicados fuera la historia. Y la verdad es que yo no recuerdo cuándo fue la primera vez que vi Scream completa. Tengo presente el visionado de una escena, la inicial, la que es para mí una de las mejores escenas iniciales que he visto y que jamás veré. Recuerdo que sucumbí a sus 13 minutos de perfección, porque a fines de los 90 mi vínculo con el cine recién estaba dando sus primeros pasos y el terror me atraía pero, valga la redundancia, también me aterraba. Sea como fuere, la cuestión es que de mi primera experiencia con la película de Wes Craven puedo evocar el videoclub en el cual la alquilé, que todavía existe, y el hecho de que era de noche y hacía calor cuando osé posar mis ojos sobre ella. A eso le puedo agregar que el evento aconteció en la casa de mis abuelos (no les recomiendo visitarla de noche, el techo cruje, tiene un cuarto rojo a lo Twin Peaks, y un reloj que da campanadas cada ¡quince minutos!) De ahí al trauma hay un paso.
Intentaré ser claro y conciso. Scream, además de poseer un mundo propio, chorrea autoconciencia. No es un dato menor, porque eso la distingue de otras películas de “terror para adolescentes”. Lo que la hace grande es que es una película que se piensa a sí misma y al hacerlo se autoparodia. Lo mismo ocurre con sus continuaciones. Sus guiños a otras películas son muy interesantes y, al igual que Zombieland (solo que 14 años antes) nos presenta las reglas que debemos cumplir para sobrevivir a una película de su tipo. Se me vienen innumerables frases a la cabeza (“¡Por favor, no me mate Sr. Asesino, quiero estar en la secuela!”) para compartir, pero los invito a ver la película cosa de que puedan llegar vírgenes a ella. Quienes la hayan visto sabrán que los impúberes y las doncellas cuentan con ventaja a la hora de sobrevivir.
El hecho de que elija a Scream también se debe a que la tiñe una cuota de nostalgia. Era toda una experiencia para mí, a los 13 años, ir a ver una película de terror al cine. Experimenté la segunda parte de Scream en pantalla grande. Éramos una banda de adolescentes (no había ni un adulto en la sala), muchos de los cuales estábamos lejos de los 16 requeridos para estar allí. Por suerte logramos sortear los obstáculos, representados en hoscos boleteros que no nos dejaban entrar, y a fuerza de hormonas y descaro, la función terminó siendo un éxito, o un delirio, según se vea. Hubo gritos, saltos, músculos tensos, risas y merecidos aplausos. Extraño esa sensación. Mucho ha cambiado entre los ‘90 y la primera década del siglo XXI. Cambió el mundo, cambiaron los espectadores, aparecieron nuevos formatos y se abandonaron viejas costumbres. El ojo se entrena, las películas se repiten y el asombro mengua. Crecemos y hay algo que se nos pierde.
Aun así, ocurren cosas, y hay que celebrarlo. La inocente Casey, la suculenta Tatum, el desquiciado Billy, la valiente Sydney, el cinéfilo Randy, la ambiciosa Gale y el tonto querible de Dewey sobreviven intactos en mi memoria. Y qué mejor manera de festejarlo que escribiendo sobre ellos.
Más allá de la incógnita sobre el origen de mi apasionamiento, una cosa es segura. Si un día suena el teléfono y algún asesino desquiciado pregunta por mi película de terror favorita, la respuesta no se hará esperar.
¡Gracias, Crowley!