Se acercan las fechas en las que el dolor por ausencias en la mesa muerden más que nunca. Incluso más que el frío.
Ves a todas y cada una de las personas de la calle con sus vidas, con sus inquietudes, con sus peros… Intentando encontrar el regalo adecuado, las gambas más apetitosas, el adorno más bonito, la discoteca más cara para Fin de Año… (Porque bueno, un día es un día ¿No?)
La gente reparte amor más que nunca, arrima el hombro como jamás antes lo había hecho. Porque las Navidades están echas para disfrutarlas en compañía. Pero a veces, esa compañía falta y no precisamente porque ellos han querido. Y necesitamos que alguien nos dé un abrazo para coger calor antes de que el frío nos consuma por completo a nosotros.
Nos sentamos en la mesa, calentitos y comiendo. Hasta que no sientas que tu aparato digestivo no es un continente propio e independiente, no dejas de comer. Recuerdas momentos de este año y de los anteriores. Las risas no se agotan. También el alcohol ayuda a que esas carcajadas se propaguen, no nos engañemos.
Llega Nochevieja, tienes doce uvas, te atragantas a la primera mientras piensas que el año que viene puede ser mejor. Te llenas de optimismo sin querer, mientras algo te susurra “Si cuela, cuela”
En definitiva, es humano tener una relación amor- odio con la Navidad.
Porque sabemos que hay regalos que vamos a recibir.
Porque hay regalos que queríamos dar.
Porque hay te quieros que no hemos dicho.
Porque si no estamos acompañados la vida se tambalea hacía los colores más oscuros en la escalara cromática del gris.