Por Juan A. Santamaría (Albacete)
Hace tan sólo dos meses que murió mi marido, la persona con la que compartí más de 30 años de mi vida. Nunca llegamos a casarnos, pero para mí fue y será siempre mi marido. No necesitamos pasar por el juzgado para ratificar nuestro amor, pero con el paso de los días, tras su muerte, me hostigo cada minuto por no haberle concedido el deseo que tantas veces me rogó.No haber salido totalmente del armario durante toda nuestra relación fue, en un principio, un obstáculo que tambaleó en numerosas ocasiones nuestra relación. Nos distanciábamos y volvíamos a unirnos después de cada pelea; después de cada discusión por dos formas opuestas de entender la sexualidad.
Él nunca ocultó que era gay, pero en mi caso siempre fue un problema. Con el paso de los años fui dando pequeños pasos e integrándome en un mundo en el que me sentía mejor que en aquellas facetas de mi vida en la que debía aparentar lo que no era.
Yo admiraba la capacidad y el orgullo que exhibía Alberto. Era aparentemente débil, pero era muy fuerte; incluso, hasta con la enfermedad que terminó con su vida después de una batalla en la que me demostró a mí y a todos su valentía y que, hasta el último suspiro, hay que creer ciegamente en uno mismo y en todo lo que somos y nos rodea.
Hace tan sólo dos meses que se fue y aún no me he acostumbrado a estar sin él. Y, aunque viva para siempre con el remordimiento de no haber cumplido su deseo, viviré con la esperanza de que algún día volvamos a encontrarnos y entonces le pediré, en el cielo o donde sea, si quiere casarse conmigo.