Este fin de semana sólo pude -más bien, quise- ver Río de Oro (México, 2010). Se trata del segundo largometraje del socio de la casa Mantarraya Producciones, Pablo Aldrete (opera prima no vista por mí, Nipon e Yokoso/2005), una cinta insólita en el cine mexicano por sus escenarios, sus personajes, su temática y al género al que de forma reticente pertenece.Estamos en el norte de Sonora, en 1853, unos años después de la pérdida de más de la mitad del territorio por la guerra contra Estados Unidos. Estamos en el Rancho Los Nogales, en una frontera méxico-americana porosa en la que los pocos mexicanos que sobreviven en ese inhóspito lugar, tienen que soportar las inclemencias del tiempo, los ataques de los apaches que han empezado a ser arrinconados en Estados Unidos y las abusivas acciones de soldados y/o mercenarios gringos, que deambulan por esos lugares para cobrar las recompensas que el propio gobierno mexicano está dispuesto a dar por cada cabellera de apache que le sea entregada.La profesional e inteligente puesta en imágenes es del experimentado cinefotógrafo Lorenzo Hagerman (director de la decepcionante crónica documental 0.56%/2010). En ella dominan, como debe de ser, los planos generales, mientras que a través de su elíptico encuadre nos sugiere un horror que sucede a un lado de la impávida cámara fija. Aldrete opta por un laconismo narrativo riguroso, que le viene bien a los personajes, a la historia y a la propia trama. Estamos en un escenario en el que pareciera que sobrevive el que menos habla -de hecho, la sección más dialogada de la película, en la que una familia tiene una comida al aire libre en "Los Nogales" termina efectivamente en una masacre: quién le manda al anfitrión echarse tan pomposo discurso.La trama, que abreva del western clásico, ha sido escrita por el propio cineasta, Pablo Aldrete. Un vaquero, Trinidad (Gonzalo Lebrija), decide abandonar el rancho en el que trabajaba para ir en buscar del río de oro del título; un mercenario gringo, Tagart (Kenny Johnston), ha cruzado la frontera en busca de cabelleras apaches; una jovencita, Estela (Stephanie Sigman, Miss Bala/Naranjo/2011), es secuestrada por un apache, Goyahkla (Deshava Apache), quien ha matado a los padres de ella acaso como mero desahogo porque los gringos -que son lo mismo que los mexicanos, según el resentido indígena- masacraron a su propia familia. Estos cuatro personajes cruzan las calientes tierras del norte de Sonora y entrecruzan sus vidas y muertes en una historia que tiene guiños lo mismo a clásicos literarios -la obra maestra Meridiano de Sangre (1985), de Cormar McCarthy, ubicada en un escenario similar-, a clásicos fílmicos irrebatibles -obviamente, a Más Corazón que Odio (Ford, 1956)- e, incluso, a estudios históricos serios, pues es claro que Aldrete, para escribir el guión, tuvo que haber echado mano de asesores históricos bien informados que le ayudaran a retratar con tanta justeza cómo era la vida en esa parte (casi) deshabitada de Sonora, con apaches, gringos y mexicanos luchando entre sí (¿Habrá leído A la Sombra de las Águilas: Sonora y la Transformación de la Frontera durante el Porfiriato, de Miguel Tinker Salas, FCE, 2010, pero con publicación original en inglés en 1997?).Sin embargo, el sólido western de Aldrete -porque genéricamente eso es: un western- opta por un desenlace cósmico-malickiano-guadalupano que no me convenció en lo absoluto. Aclaro: este problema es mío, no de la película que, debo aceptar, finaliza de manera consistente con una reivindicación de la espiritualidad mexicana/indígena frente a la maléfica invasión yanqui. Esta última parte no me convenció, insisto, pero qué quiere usted: yo prefiero westerns menos opacos. Pero ése soy yo. No es culpa de Río de Oro, que se erige como un sólido filme nacional que merece, de lejos, ser revisado.
Este fin de semana sólo pude -más bien, quise- ver Río de Oro (México, 2010). Se trata del segundo largometraje del socio de la casa Mantarraya Producciones, Pablo Aldrete (opera prima no vista por mí, Nipon e Yokoso/2005), una cinta insólita en el cine mexicano por sus escenarios, sus personajes, su temática y al género al que de forma reticente pertenece.Estamos en el norte de Sonora, en 1853, unos años después de la pérdida de más de la mitad del territorio por la guerra contra Estados Unidos. Estamos en el Rancho Los Nogales, en una frontera méxico-americana porosa en la que los pocos mexicanos que sobreviven en ese inhóspito lugar, tienen que soportar las inclemencias del tiempo, los ataques de los apaches que han empezado a ser arrinconados en Estados Unidos y las abusivas acciones de soldados y/o mercenarios gringos, que deambulan por esos lugares para cobrar las recompensas que el propio gobierno mexicano está dispuesto a dar por cada cabellera de apache que le sea entregada.La profesional e inteligente puesta en imágenes es del experimentado cinefotógrafo Lorenzo Hagerman (director de la decepcionante crónica documental 0.56%/2010). En ella dominan, como debe de ser, los planos generales, mientras que a través de su elíptico encuadre nos sugiere un horror que sucede a un lado de la impávida cámara fija. Aldrete opta por un laconismo narrativo riguroso, que le viene bien a los personajes, a la historia y a la propia trama. Estamos en un escenario en el que pareciera que sobrevive el que menos habla -de hecho, la sección más dialogada de la película, en la que una familia tiene una comida al aire libre en "Los Nogales" termina efectivamente en una masacre: quién le manda al anfitrión echarse tan pomposo discurso.La trama, que abreva del western clásico, ha sido escrita por el propio cineasta, Pablo Aldrete. Un vaquero, Trinidad (Gonzalo Lebrija), decide abandonar el rancho en el que trabajaba para ir en buscar del río de oro del título; un mercenario gringo, Tagart (Kenny Johnston), ha cruzado la frontera en busca de cabelleras apaches; una jovencita, Estela (Stephanie Sigman, Miss Bala/Naranjo/2011), es secuestrada por un apache, Goyahkla (Deshava Apache), quien ha matado a los padres de ella acaso como mero desahogo porque los gringos -que son lo mismo que los mexicanos, según el resentido indígena- masacraron a su propia familia. Estos cuatro personajes cruzan las calientes tierras del norte de Sonora y entrecruzan sus vidas y muertes en una historia que tiene guiños lo mismo a clásicos literarios -la obra maestra Meridiano de Sangre (1985), de Cormar McCarthy, ubicada en un escenario similar-, a clásicos fílmicos irrebatibles -obviamente, a Más Corazón que Odio (Ford, 1956)- e, incluso, a estudios históricos serios, pues es claro que Aldrete, para escribir el guión, tuvo que haber echado mano de asesores históricos bien informados que le ayudaran a retratar con tanta justeza cómo era la vida en esa parte (casi) deshabitada de Sonora, con apaches, gringos y mexicanos luchando entre sí (¿Habrá leído A la Sombra de las Águilas: Sonora y la Transformación de la Frontera durante el Porfiriato, de Miguel Tinker Salas, FCE, 2010, pero con publicación original en inglés en 1997?).Sin embargo, el sólido western de Aldrete -porque genéricamente eso es: un western- opta por un desenlace cósmico-malickiano-guadalupano que no me convenció en lo absoluto. Aclaro: este problema es mío, no de la película que, debo aceptar, finaliza de manera consistente con una reivindicación de la espiritualidad mexicana/indígena frente a la maléfica invasión yanqui. Esta última parte no me convenció, insisto, pero qué quiere usted: yo prefiero westerns menos opacos. Pero ése soy yo. No es culpa de Río de Oro, que se erige como un sólido filme nacional que merece, de lejos, ser revisado.