El tiempo es el espacio angular que se prende en las dos agujas del reloj de mi salón, plateado y rectangular, esquinado, donde se esconde cada uno de los minutos que pierdo y nunca recupero, mientras acumula y se empolva nariz y colorete encima de la mesa. Y se agrupa en un pequeño torbellino de ejercicios por corregir y clases por preparar, se rompe en el calendario de la cocina y queda rasgado y para reciclar en la bolsa de encima de la lavadora, esperando, porque es tiempo -tic, tac-, a que llegue la hora de tirarlo, cívicamente, en el contenedor azul de la esquina. Puede que desde allí resbale entre el metal, se mezcle con la tierra, haga un reguero entre piedras y hierba y se deje pisotear o cabalgar, no lo sé tampoco, por la dehesa y el pastizal de primavera.
Se perdió, se me perdió y no supe cómo, pero llegó el final del día, deseé haberlo aprovechado más, y mi antigua vecina, que ahora es madre de gemelos, lo retuvo: Negre, a fin de cuentas, piensa cómo saboreas tu tiempo. Y no supe si decirle que el lunes el tiempo me sabe ligeramente amargo, el martes sabe a merengue, el miércoles tiene frutas, el jueves centellea y chisporrotea en ácidos y el viernes, sí, es un postre con azúcar que adelanta al sábado -cálido como un melocotón- y el domingo -que sabe a chocolate y bizcocho en una taza...