Se trata, pues, de un desahogo que se le permite al pueblo por parte de los poderes terrenales a que estaba -y está- subordinado: el rey y la Iglesia o, lo que es lo mismo, la ley y la moral. Históricamente, la palabra carnaval proviene del hecho de “comer carne por última vez” antes del ayuno que impone la Cuaresma. La Iglesia tolera el carnaval como válvula de escape que libera la presión de prohibir “la carne” en el período cuaresmal y, lujuriosamente, durante todo el año. Y el Poder consiente ese resquicio de “libertad” que el pueblo aprovecha para burlarse, calmando su malestar, de quienes lo oprimen y explotan el resto del tiempo.
Y desde entonces, llegada esta fecha, el aire se llena del aroma de Carnaval, de los cánticos carnavaleros y de las ganas de fiesta y diversión que, por una vez al año, nos impulsa a las calles para reírnos de todo lo existente en cielo y tierra, también de nosotros mismos. Ya se respira Carnaval.