Publicado en el diario Hoy, 5 de junio de 2011
Si les pidiera a mis alumnos que me hicieran una lista de aquellos personajes, vivos o muertos, que para ellos fuesen los más importantes de la historia, es de esperar que la lista no sería muy larga y que se ceñirían sin demasiado esfuerzo por nominar dentro de su catálogo hagiográfico personalidades contemporáneas, de éxito mediático y eficaz puesta en escena como Lady Gaga, Melendi o Mario Casas. Si me apuran y con un poco de ayuda del comodín del profesor, alguno citaría al azar personajes que le suenen, como Zapatero, Obama, Antonio Machado o Jesucristo. En cualquier caso, apostaría mi intuición a que Franco no asomaría su nombre entre los elegidos.
Cuando salió a la luz el titánico, aunque -todo sea dicho- poco didáctico y poco manejable, Diccionario Biográfico Español a cargo de los egregios padres protectores de la historia patria, no pude sino acordarme del escaso interés que tendría para mis alumnos una noticia como esa y el también escaso impacto que ocasionaría dentro del devenir diario de los numerosos profesores de Primaria y Secundaria del país. Para andar tirando de biografías ya tenemos la recurrente sabiduría popular de Wikipedia o el rastro sabueso de Google; aunque no sea Atenea revelando a los mortales su sabiduría, nos hace el apaño.
No sé muy bien si los académicos se han enterado que a pie de calle poco importa si el señor don Luis Suárez, gerifalte de la Hermandad del Valle de los Caídos y amigo fiel de la Fundación Francisco Franco, considera -abducido por el brazo incorrupto de Teresa de Jesús o por la ciencia infusa de su memoria septuagenaria- al Generalísimo Francisco Franco Bahamonde, caudillo de las Españas, azote de contubernios y celoso protector de la fe católica y el ardor nacional, un merecedor representante del autoritarismo, de un orden dictatorial o de un sucedáneo castizo de totalitarismo. Lo único realmente importante que nosotros, los que nos dedicamos a esta sisífica tarea de la enseñanza, intentamos quedar claro a nuestros alumnos es la relevancia que tuvo y tiene para nuestro país vivir bajo un sistema político donde cada cual, independientemente de su credo, sexo, tez o ideario político, es soberano de su casa y de su palabra. Y de paso les recordamos que no siempre fue así; que ha no mucho tiempo que existió una España no tan libre ni igualitaria, en la que la mujer debía obediencia a su marido y todo hombre nacido de mujer debía rendir pleitesía a los pies del clero. Que aunque fueras adulto, el Estado te trataba como un menor de edad, sumiso y complaciente con el catecismo político; que nadie podía opinar como le viniese en gana ni disentir de los excesos de poder y los intentos de ser tutelados por salvapatrias y torquemadas.
Les enseñamos también que esta democracia nuestra les vino de serie, sin votarla, regalada, pero que es su casa, la de todos, y hay que cuidarla, pintar a cada rato sus paredes, cuidándose de aquellos que quieren seguir vendiendo al pueblo retales desgastados del pasado. Intentamos ilusionarles, haciéndoles sentir que son parte activa de la sociedad y que deben alzar su voz cuando la borrasca se acerca, no ceder ante la impostura, la manipulación o el desencanto de creer que nada puede cambiar. Nos cuesta, creedlo. Predicamos contra corriente; una cultura del éxito a ningún precio, del despilfarro, sin sensibilidad ante el trabajo bien hecho y la honestidad, tiene adormecido a nuestros jóvenes, haciéndoles pensar que el universo se agota en el guión de un videojuego. Pero nos esforzamos, sabemos que ese chico de 16 años será mañana un adulto, un ciudadano; y queremos que nadie le engañe ni le reste ni un gramo del respeto que merece.
Como ustedes comprenderán, poco nos importa qué Franco nos venda el diccionario de turno. Lo que sí nos inquieta es que nos vendan un presente incierto, deformado y a merced de otros intereses que no sean los que el ciudadano demanda. Esta nueva generación necesita construir su propio diccionario biográfico, su propia historia.
Ramón Besonías Román