Todas las noches se levantaba a las cuatro y dieciséis minutos. Su cerebro era una máquina. Por alguna razón que hasta él mismo ignoraba un resorte hacía clic en su mente poniendo a todos los músculos en acción. Pero lo más sorprendente de todo, lo que más hacía gesticular de incredulidad a todos aquellos que la contemplaban y escuchaban cada anochecer era que siempre encontraba una nueva tarea que hacer. No me malinterpretéis, también, al principio, les sorprendía observar cómo alguien podía tener su reloj interno más fino que uno procedente de Suiza, pero, aunque nos encontremos ante las más estúpidas situaciones, todo lo que es rutina termina por dejar de captar nuestra atención.
Ella había aceptado también esto que le ocurría. Los médicos le habían dicho que no era nada de lo que preocuparse, que simplemente cerrase los ojos y volviese a concentrarse en dormir. Ilusos, para ella eso era misión imposible. No le gustaba dar vueltas en la cama, decía que soñar es vivir y que la vida se pierde soñando, por lo que, a partir de entonces, decidió perseguir uno de sus anhelos en ese tiempo en el que era testigo de la magia de cada amanecer. Desde ese momento comenzó a coger su ordenador portátil y a sentarse en frente de la chimenea. Se colocaba sobre el pelo recogido unos grandes auriculares que con la prosa de sus palabras conseguían transportarla lejos del mundo real. Casi inconscientemente, mientras tatareaba la coda de Free Falling abrió su procesador de textos.
Primero pulsó una tecla y después otra. Para su sorpresa, las palabras discurrían por sus dedos sin siquiera pasar por su mente. Era como si sus manos fueran los directores de una orquesta que han dirigido tantas veces que pueden interpretar con los ojos cerrados. Sus frases no sonaban de ninguna manera, pero cualquiera que los leyese podía sentir la música que desplegaban.
Y así, noche tras noche, estuvo escribiendo hasta el amanecer. Se dedicó a vaciarse por dentro de todo aquello que la componía. Emociones y sentimientos se contradecían en un mismo segundo, podía estar pletórica y deprimida en el mismo momento. Sentía cada suceso que les ocurría a sus personajes en su piel. Lloraba, reía y se excitaba con sus pensamientos. Ella y la historia eran uno solo, por eso la terminó una mañana cuando el Sol despuntaba por el Este.
A la mañana siguiente no se despertó a las cuatro y dieciséis. Su cuerpo decidió que era hora de descansar. Su mente estaba saciada. Esa historia era lo que no le dejaba dormir. ¡Necesitaba que el mundo la escuchase!
Una pena que la tregua de su cerebro no durase más que unas pocas semanas. Las mentes imaginativas son imparables. «Seamos realistas, hagamos lo imposible» rezaba su fondo de pantalla.
Carmelo Beltrán@CarBel1994