SECANO Josefina Rodríguez
Publicado el 02 octubre 2017 por Biblioteca Virtual Hispanica @BVHispanica
-No quiero ir -dijo la niña. -Ni yo -se apresuró a aclarar él. -No pensaréis que voy a ir yo entonces -protestó la madre. Vagos, inútiles. Sólo pensáis en jugar y en hacer maldades. Los insultos, conocidos e ineficaces, aburrían a Diego. Saltó del escaño y dio un ligero empujón a Elisa al pasar. -Venga la cesta -pidió-. Iré yo. Cuando salió al camino se arrepintió de su debilidad. Ella, ella tenia que haber venido?, se dijo. Y miró con rabia a sus espaldas, a la casa de adobe que se encogía de calor y soledad entre el cielo y la tierra. Camino adelante el sol le perseguía, le golpeaba la rubia cabeza. A ambas lados, la tierra estaba cubierta de una áspera capa de espigas tajadas, resecas. La tierra era una gran hogaza resquebrajada. De las que a madre se le quemaban en el horno pensó Diego. Y un sabor agrio a corteza quemada y ceniza le llenó la boca. El camino tenía un lejano fin: una fortaleza cuadrangular, por encima de cuyas altas tapias sobresalían verdes copas de árboles. Diego se detuvo a contemplarla, a calcular el esfuerzo necesario para llegar hasta ella. Por el cielo blanco, muy alto, se oyó el ronquido de un avión. Se van a asar tan altos, tan cerca del sol? pensó Diego. Y protegió sus ojos con la mano para mirar hacia arriba. El avión era pequeño, como una mosca de alas brillantes, que zumbaba y zumbaba. Diego siguió andando y las piedras, punzantes, le hirieron con nueva fuerza los pies. Las sienes le reventaban de sofoco cuando alcanzó la puerta de la finca, del oasis, de lo que era, desde la casa de adobe, un constante espejismo. -Tu padre no anda por aquí. Da la vuelta a la casa y entra por la puerta de atrás. Lo encontrarás cavando al lado del estanque. Diego sostenía la cesta con las dos manos y miraba atónito al casero de la finca. Su padre siempre solía andar por allí, a la entrada de la casa, en el pajar, en la cuadra. Diego no había visto nunca de cerca la casa grande, al fondo, y mucho menos lo que había a espaldas de la casa grande. -Vete por ahí, si no, todo derecho. Así no tienes que salir al sol. Los árboles de la finca eran muy altos y la tierra que Diego pisaba rezumaba humedad. Los árboles tenían fruta madura y fruta verde: cerezas y ciruelas coloreadas y manzanas y peras, todavía pequeñas. Pero Diego sólo sentía la humedad. Hubiera deseado quitarse las alpargatas y caminar por el suelo fresco, liso, blando. La cabeza se le enfrió poco a poco, las sienes no le latían ya con la misma violencia. Diego envidió a su padre por trabajar allí. Diego hubiera querido ser como su padre para tener derecho a la sombra, a la respiración humedecida y fácil. A espaldas de la casa grande estaban el jardín y el estanque. Diego vio a su padre inclinado sobre un parterre y le llamó. En seguida vio a los otros y se arrepintió de haberle llamado. Eran dos mujeres morenas y un hombre rubio. Estaban sentados en el borde del estanque y apenas llevaban ropa encima. Diego miró al agua y comprendió. Se estaban bañando. Su padre ya le había visto y le reclamaba con urgencia. -Acércate, chaval. ¿Ya son las doce? ¡Cómo pasa el tiempo! Diego se acercó despacio y entregó la cesta a su padre Deseaba mirar otra vez al estanque lleno de agua y a las personas desconocidas que se sentaban en su borde, con las piernas colgando hacia dentro. Su padre le devolvió la cesta y le indicó un cobertizo cercano, adosado a la tapia. -Metete ahí, chico, que allá vamos nosotros en seguida. Descansa un poco del camino antes de comer. El cobertizo no tenía ventanas, estaba oscuro y fresquísimo. Había herramientas allí para trabajar la huerta, carretillas, un sillón de mimbre estropeado. Diego se sentó en el suelo y se quitó las alpargatas. Desde afuera no me verán, pensó. Frotó los pies contra el cemento del suelo. No se atrevía a echarse. Además, sentado podía ver mejor lo que sucedía fuera. Las mujeres y el hombre del estanque se gritaban unos a otros animándose a entrar en el agua. Al fin, una mujer, la más baja, se tiró de cabeza. El agua salpicó tan lejos, que casi alcanzó la puerta del cobertizo. La mujer más alta y el hombre rubio aplaudían y se reían. Luego, los dos se decidieron y se tiraron también, casi a la vez. Desde el oscuro fondo del cobertizo Diego los contemplaba. Bajo el monillo azul, la carne sudada se le había quedado fría, pero sentía muy seca la garganta. -Aquí estamos -dijo el padre y el hueco de la puerta se llenó con la figura grande conocida. Después entraron otros dos hombres, jornaleros también de la finca. -¿Qué hay, chico? ¿Mucha hambre? -¿Quieres un trago de agua? Los dos eran cariñosos y le gastaban bromas cuando venía con la comida del padre. Se pasaba bien con ellos. Lo malo era el camino, el sol, las piedras, el sudor. -¿Qué tal llevas lo de esta parte? -le preguntó uno al padre. -Bien, Tengo sólo para dos días -contestó. -Luego otra vez a comer al pajar, ¿eh? -Sí. Y allí no está tan fresco... Vosotros todavía tenéis para un poco más de tiempo acá. A lo mejor vengo a acompañaros estos días que os quedan. Los tres se pusieron a comer, sentados en el suelo. El padre le hizo un sitio a su lado y le fue dando un poco de cada cosa: cecina y pan; chorizo y pan; pan. Mientras comían, guardaron -silencio. Luego, uno de los hombres que miraba al estanque, dijo algo en voz baja al otro. El otro rió. El padre quiso entenderse. El otro repitió en voz baja las palabras que le habían hecho reír. El padre también rió. Diego no quiso preguntar. Los tres hombres miraban hacia fuera, hacia los bañistas, y los ojos les brillaban. Parecen gatos, pensó Diego. Les brillan los ojos como a los gatos de noche.- Él también miró hacia el estanque y la boca se le re, secó de nuevo al ver tanta agua junta. -Dame agua, padre -pidió-. Y el padre le alargó el botijo. Diego bebió un trago, pero su sed no se calmó. Después de comer, los hombres se echaron a dormir la siesta. El padre le dijo: -Tú échate también un poco, antes de marchar a casa. Así irás más descansado. Diego se echó cerca de la puerta. Los hombres no dormían todavía. Cuchicheaban. Diego sabía que hablaban de los que estaban dentro del estanque chapuzando, jugando, dando gritos. Decían cosas que les hacían reír y que él no debía oír seguramente. Cosas que adivinaba propias de chicos mayores, de los chicos del pueblo, los domingos en el baile, cuando hablaban en grupo de las chicas que bailaban entre ellas, preparando el ambiente. A Diego no le importaba mucho lo que pudieran decir los hombres porque estaba obsesionado con el agua del estanque. La sed le había vuelto con más intensidad y gozaba imaginando que él también estaba allí, dentro del agua recogida en la gran pila de cemento, metiéndose de cabeza bajo la superficie líquida, tragando agua al jugar, recibiendo en todo el sudado cuerpo la sacudida cosquilleante del agua. En el camino de vuelta Diego sufrió un espejísmo verdadero. La casa de adobe no era una casa, era un estanque de cemento en el que saltaba el agua impulsada por los brazos y las piernas de un montón de chiquillos... Los padres dormían. Elisa dormía. El adobe de la casa estaba un poco más cocido después del calor del día. Diego empujó la puerta que ninguna noche se cerraba, y salió al camino. La luna estaba sobre su cabeza, exactamente en el lugar en que había zumbado el avión aquella mañana, negro y brillante como una mosca de alas metálicas. El final del camino era una masa oscura y Diego sintió miedo. Miró atrás, a la casa de adobe, protectora y humilde, agazapada entre el cielo y la tierra, la miró con amor y quiso volver atrás, pero algo, la garganta reseca, la piel polvorienta y sudada de todo un día de fuego, el recuerdo de la tierra húmeda del paseo, le hizo seguir. Cuando llegó al pie de la tapia, se detuvo. Los perros no ladraron y Diego caminó bordeando la finca, en busca de la puertecilla trasera. Una vez frente a ella, la luna le hizo ver hasta qué punto era difícil todo. La tapia era de ladrillo y de vez en cuando quedaba algún saliente, algún agujero en el que apoyar el pie. Pero la tapia era alta y existía el peligro de resbalar y darse un buen golpe. Diego volvió a sentir miedo y pensó que hubiera sido mejor no venir. En casa todavía quedaba agua; transportada cada mañana desde allí en un gran botijo; agua calculada de modo que durase veinticuatro horas: para hacer la comida, para beber, para remojarse la cara, las manos. Podía: haber echado un trago largo del botijo y luego, con lo que quedara, haberse frotado la piel. Quizá hubiera sido suficiente para hacer desaparecer aquella obsesión, aquel angustioso, vegetal deseo de humedad que durante todo el día le invadía. Diego volvió a pensar en la mañana, las mujeres y el hombre felices, jubilosos, mojados. No dudó más. Aferrándose al primer saliente de ladrillo empezó la ascensión. A cada palmo vencido se detenía y respiraba fuerte. La garganta le dolía de tan seca. En lo alto se sentó, apoyándose apenas en el tejadillo de la tapia, y miró hacia abajo. Si hubiera traído una cuerda, pensó, y la hubiera atado aquí a lo alto... No supo cómo llegó al suelo, pero allí estaba al fin, cerca del gran estanque silencioso, cerca del agua conquistada. Los perros no ladraban. Se quitó el mono deprisa. Subió de un salto al borde del estanque. El nivel del agua había descendido bastante. Seguramente habían regando los árboles por la tarde. Mejor así, pensó Diego. Me cubrirá menos. De un salto estuvo en el agua. Al principio el frío le hizo estremecerse. Pero fue sólo al principio. Luego ocurrió lo contrario: estaban más calientes los pies dentro del agua que el resto del cuerpo fuera. Los perros no ladraban, pero Diego tenía prisa. Se echó de golpe y el ruido de su cuerpo al chocar con el agua le sorprendió. Por un momento permaneció quieto, comprobando, por primera vez, la alegría del agua envolviendo su cuerpo; sintiéndose, por vez primera, isla abatida por el agua y, sin embargo, firme y victoriosa en su solidez. Quiso imaginar un río. El padre hablaba mucho de ríos. En el pueblo del padre había dos: uno muy pequeño, que no servía ni para lavarse los pies, y otro muy gran, de tanto, que no se podían bañar en él más que los mozos. Diego se movió un poco en el agua, estiró las piernas, se sentó, apoyándose con las manos en el suelo blanduzco del estanque. Diego pensó: No sé de día, pero ahora da gusto bañarse aquí, qué suerte tener este estanque para uno todos los días del verano. El agua le resbalaba por el cuerpo, le abrazaba, móvil y huidiza. Si fuera mío el estanque, pensaba Diego, daría brincos y jugaría con el agua; pero así no, porque me van a oír.... Los perros ladraron. Diego contuvo el aliento y el movimiento de cada parte del cuerpo. Los perros volvieron a ladrar. Una voz los aquietó. Por el paseo de la tierra húmeda, bajo los árboles, se acercaban la voz y los ladridos. Diego pensó: ?Qué haré, me quedaré aquí o saldré para esconderme en algún sitio. Si estuviera abierta la caseta de esta mañana ... . La voz se acercó más. Gritó: -¡Quietos! Y luego: ¿Quién anda ahí? ¡Que salga quien sea o disparo! Diego tuvo mucho miedo y siguió quieto en el agua. Los ladridos habían cesado. La voz no volvió a repetir su pregunta. Todo estaba en silencio. Diego permaneció inmóvil durante unos minutos. El agua y el miedo le hacían temblar. Poco a poco la necesidad de salir se le fue haciendo irresistible. Se incorporó. lentamente. El silencio, afuera, continuaba. Se aferró a los bordes del estanque y saltó a tierra. El monillo había quedado en el suelo convertido en un rebujón oscuro e informe. Diego se vistió apresuradamente mientras miraba el paseo de los árboles. Sintió que el agua le chorreaba cabeza abajo, cuerpo abajo, mojándole la ropa. Las alpargatas empapadas le pesaron al intentar andar. A pasos vacilantes se fue acercando a la tapia. -Chico, espérate ahí gritó el casero. Y los perros, excitados por la voz humana, ladraron fuertemente. Diego temblaba de frío y de terror, esperaba que el casero avanzase, que los perros mordiesen. El casero se aproximó, saliendo de las sombras. No llevaba escopeta, ni nada, en las manos. Repitió. -¿Qué haces aquí, chico? Venías a robar fruta, ¿verdad? Acércate. Diego se acercó. El casero sujetaba a los perros. Le cogió del pescuezo mojado. Diego quiso explicar: -No, no. Vine a otra cosa; vine al estanque... El casero no escuchaba. Insistía: -A robar fruta. Ya se lo diré a tu padre. Y no te doy una paliza de muerte, por él, sólo por él. Ahora, la puertecilla trasera se abría ante sus paralizados pies. No sería necesario escalar la tapia de nuevo. Los perros no ladraban, pero se movían inquietos. El casero tenía las manos vacías, ni escopeta, ni nada. Las manos del casero empujaron a Diego por la espalda. -¡Hala, hala, que no se vuelva a repetir! El camino estaba regado de piedras sueltas; erizado de piedras clavadas en la tierra. La luna, exactamente sobre la cabeza de Diego, contorneaba al final del camino la casa de adobes, el montón de polvo reseco y prensado. Diego caminó despacio, sin miedo, sin prisa, sin cansancio. La piel de Diego estaba fresca.