[Sección Literatura] Entre Letras con… Jesús Comesaña

Publicado el 31 enero 2014 por Despiram @FrikArteWeb

[Sección Literatura] Entre Letras con… Jesús Comesaña


Vanesa Medina 31 enero, 2014 0

Hoy estrenamos nuestra sección de relatos, dirigida a todos los autores que quieran darse a conocer a través de sus letras. Y lo hacemos de una forma especial, con una historia que os iremos contando el último viernes de cada mes.

¿El autor responsable de estas letras? ¡Os lo presentamos ahora mismo!

Jesús Comesaña

Un gran aficionado a los videojuegos desde que tengo memoria (empecé con megadrive), jugador de rol empedernido desde los 11/12 años, cinéfilo, y escribo desde los 13 años. A estas alturas, me gustaría ganarme la vida escribiendo. También soy lector asiduo desde los 11 años.

Os dejamos con la primera parte de esta historia. Esperamos que la disfrutéis y os animéis a dejar vuestros comentarios. ¡A leer!

 ALGO SE DERRUMBÓ EN LA LEJANÍA

Algo se derrumbó en la lejanía. El estruendo atrajo a los muertos con más eficacia y rapidez que cualquier otro cebo.

Tras esperar a que el sonido de los pasos se perdiese por la esquina del pasillo, Clara abrió lentamente la pesada puerta de metal del almacén. Encendió la linterna acoplada al cañón de su beretta y tapó el foco de luz con la mano para controlar pequeños destellos de luz. Examinó rápidamente el pasillo. Estaba despejado. Volvió a cerrar la puerta y se dejó caer contra la pared, resbalando lentamente hasta dar con el suelo. Suspiró y rebuscó en los bolsillos de su chaleco táctico el pequeño paquete de cigarrillos. Extrajo uno, lo encendió y aspiró profundamente. Dejó que el tabaco le calentase los pulmones.

Frente a ella, aterrado, se encontraba Sergio. Le habían obligado a alistarse hacía un par de semanas, apenas tenía 15 años recién cumplidos, y nada de dignidad después de haberse meado encima al ver a su primer muerto. Pese a ello, era su compañero. Debían cuidarse mutuamente, sobre todo si querían salir vivos de allí.

—Escucha, chaval… —Clara susurraba. Después del esfuerzo para despistar a los cadáveres, había que actuar rápido—. ¿Estás conmigo?

Sergio miraba la punta incandescente del cigarro casi con desesperación. Clara se percató de ello. Era típico de los novatos: salir a la aventura, sin prepararse, sin preguntar. Ni siquiera llevaban su válvula de escape.

—¿Quieres? –dijo tendiéndole el cigarrillo— Vamos, cógelo y aspira hondo. Te ayudará a calmar los nervios.

El chico agarró el cigarrillo con ansia, arrugándolo. Se lo llevó a los labios con desesperación y chupó el filtro igual que los cachorros chupaban la teta nada más nacer. «Menudo bautismo de fuego. Abandonas la seguridad de los muros y acabas encerrado conmigo en un ataúd de cemento». El chico tosió con violencia. Clara se abalanzó sobre él, tapándole la boca. Lo súbito de aquella acción hizo que la tos parase de golpe y que Sergio se agitara, tratando de quitarse a Clara de encima. Sin ceder ni un centímetro, ella le miró a los ojos.

—Escúchame, niño —su voz, normalmente agradable (porque no podía decirse que fuera algo así como “dulce” o “femenina”), sonó áspera—, estamos a cincuenta metros de una horda de muertos vivientes. Nada de mariconadas como un comecerebros, no. Son devoratripas. ¿Sabes cómo te mata un devoratripas? Te eviscera. No se preocupa por arrancarte la garganta de un mordisco, como cuentan en las ciudades. —Su cara adquirió un matiz funesto—. No… Te tumban entre tantos como puedan y re rajan la tripa con sus dedos huesudos y, entonces, empiezan a comerse tus órganos internos. ¿Es eso lo que quieres que nos hagan?

Él palidecía por momentos, y Clara tuvo la impresión de que esta vez, más que mearse, se cagaría encima. Relajó la presa bajo la que mantenía a Sergio.

—¿Entiendes lo que te digo, niño?

Aquellas palabras fueron como el aguijonazo de una avispa, la expresión de Sergio cambio de repente. Lejos de la estupefacción, el miedo y el asco que transpiraba su cuerpo hacía un instante, ahora supuraba enfado por cada poro.

—¡No te atrevas a llamarme niño, mujer! —le espetó Sergio en voz baja.

Clara no tenía tiempo para aquellas tonterías. Con el dorso de la mano le abofeteó en la mejilla izquierda y, a la vuelta de la mano, con la palma, le dio otra bofetada en la mejilla derecha.

—¿Más calmado? —dijo con apatía— Tienes razón. No eres un niño. Ni yo una mujer. Puede que dentro de la seguridad de los muros sea así, pero aquí, ahora mismo, no somos nada más que carne. Ni siquiera somos ganado. Para esas cosas ya somos comida. Y si quieres salir vivo de aquí, te recomiendo que recuerdes tu entrenamiento básico y me hagas caso.

Recogió el cigarrillo, que había caído al suelo durante el forcejeo, y volvió a encenderlo. Necesitaba estar calmada para lo que venía a continuación. Revisó la recamara de su pistola. Había perdido su fusil de asalto cuando un muerto la había agarrado en la escapada de hacía unos minutos. Seis balas. Le quedaban seis balas, una granada y el cuchillo de combate. Y lo peor, sólo dos cigarrillos.

—¿Cuántas balas te quedan en ese fusil? —preguntó.

Sergio revisó el arma torpemente. Tardó un rato en contar la munición. Más tiempo del que le habría gustado a Clara.

—Diecisiete balas —dijo. Echó mano de la pistola y la revisó con más rapidez y habilidad que el fusil— Y quince.

—¿Tantas? —preguntó— Así que no disparaste en la retirada. Bueno, no pasa nada. Ahora tenemos más medios.

—¿Qué vamos a hacer?

—Vas a darme tu pistola —dijo tendiendo la mano para cogerla— Y vas a seguirme. A mi altura, no te quiero detrás. Dios sabe que no te han enseñado a disparar desde la retaguardia, y lo último que quiero es una bala en el culo. —Sergio asintió con resignación—. Y después, si estamos en la parte de la prisión que creo que estamos… —Clara dudó un segundo— Iremos a la morgue.

—¿A la morgue? —preguntó Sergio con incredulidad.

—Cerca debe haber una manguera de incendios.

—¿Para qué quieres una manguera?

—Para bajar por la torre de vigilancia hasta el patio. —Clara se puso en pie y se acercó a la puerta—. Y ahora… ¿Vienes? ¿O vas a ser un buen pedazo de carne?

Sergio, amedrentado ahora más por ella que por los muertos, se incorporó, respiró profundamente hasta dejar de temblar, y miró a la Clara.

—Te sigo.

Echó un último vistazo al almacén de mantenimiento. Pequeño, oscuro y maloliente, pero seguro. Volvió la vista cuando Clara abrió lentamente la puerta.

«Voy a morir en esta mierda de lugar».

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